Soledades, joyas y cangrejos

Durante los días que estuve en las Islas Caimán, el famoso «paraíso fiscal» del Caribe, no vi muchos bancos. Parece que no se ven, que son oficinas sin carteles ni cajeros automáticos.

En cambio, sí vi extranjeros. No me refiero a turistas, sino a residentes.

En menos de una semana me crucé con gente de Jamaica, Filipinas, Argentina, Chile, Honduras, Francia, Italia, Alemania, Estados Unidos, Suecia, Sudáfrica Cuba, Perú, México, India.

La mayoría de los empleados de la industria  turística -el manager del hotel y el de mantenimiento; el chofer de bondi y el chef; el entrenador de delfines y el piloto de helicóptero; el capitán del barco y y la  y el sushiman y la moza de este restaurante y de aquel- son extranjeros que vienen a ahorrar plata en Caimán, donde se gana muy bien y además, no se pagan impuestos sobre el sueldo. Todo, al bolsillo

De las 50.000 personas que viven en este pequeño archipiélago solo el 10% es nativo (caimaneros, se llaman). El resto pertenece a unas 40 nacionalidades. Los joyeros, en general, son indios. De Bombay, Delhi, Calcuta. Raj es de Kaniakumari, en el extremo sur de la India, y llegó a la isla hace dos años. Vende diamantes, tanzanitas, rubíes, topazios en una joyería. En George Town, la capital de Gran Caimán, la  más grande de las tres islas, hay poco para comprar, pero lo que hay sale caro: joyas y relojes.

Una mañana de lluvia con sol me compré un café y lo tomé en una plaza pequeña del centro de George Town. Debajo de las mesas y sobre el cantero de flores y en la vereda un gallo buscaba comida. En la isla siempre se ven gallos y gallinas sueltos. Parece que después de Iván, el último gran huracán, salieron espantados de sus gallineros y vagan sin dueño. Dicen que no son de nadie y que son de todos. Cualquiera puede meterlos a la olla.

A raíz de los gallos me puse a charlar con Raj. Como era temprano y todavía no bajaban los pasajeros de los cruceros se tomaba un café y contemplaba las nubes negras con susto.

Los que viven en ciudades sísmicas tienen un terremoto atragantado en la mitad del pecho y los que viven en una isla del Caribe llevan un huracán en la boca. Peor si no son de aquí, como Raj. Y mucho peor si no pasaron Iván y todo el resto lo recuerda más que a un pariente muerto. La sombra de Iván.

Me dijo Raj que se fue de la India porque sentía que no era su lugar. Trabajó en Dubai, se negó a trasladarse a Egipto con la empresa y terminó en Jamaica de donde lo tentaron con mejor salario para ir a Caimán. Todos los días, se pone traje y corbata a pesar de los treinta o treinta y dos grados que suele hacer en la isla. Qué importa, el aire acondicionado está a la altura. Trabaja, vende desde la mañana hasta la tarde y vuelve a su casa. Ahí chatea, habla por Skype con sus amigos y se va a dormir. Al día siguiente, la misma rutina. Y el próximo también. Se siente solo, me dice. Y se nota en los ojos, a pesar de la sonrisa.

Mientras tomábamos el café, habló del huracán de este año. «Quizás es de los grandes. Dicen que cuando los cangrejos que migran se esconden en los huecos y andan cerca de las casas, es un año de temer». Y Raj por si acaso teme.

A la playa casi no va y en la isla la vida nocturna es corta: a las 12 se apaga la música y se prenden las luces. No hay disco ni bares after hour. Es una isla con fama de ser muy religiosa.

No creo que Raj se quede mucho tiempo. Quizás un año más. Después ser irá. No, no sabe adónde. Como muchos de los extranjeros que conocí en las Caimán, él también está de paso.

Desde el asiento en la plaza vimos los botes de turistas que se acercaban a la costa. Llegaban a George Town listos para comprar joyas. Raj se arregló la camisa, abrió los labios para sonreír y se despidió. Todavía no eran las 9 de la mañana.

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