El cuento del tío

Routa Ouarzazate-Zagora, por la mañana. Los viajeros dejaron el Hotel Majestic después de un café avec sucre en la terraza, con las sillas orientadas hacia la calle, a la manera de los marroquíes.
Las cumbres nevadas de la cordillera del Atlas enmarcaban la recta de asfalto y el desierto se anunciaba en los tonos amarronados de las colinas ralas. Pocas palabras. En fin, un día sin sobresaltos, para disfrutar del placer de mirar.
Adormilado por el vaiven del auto, el copiloto estaba a punto de cerrar los ojos, cuando registró una imagen borrosa en el horizonte. Una persona? O dos? Ingresaban en la antesala del Sahara, eso es cierto; pero era demasiado pronto para una alucinación.

A medida que el auto avanzaba, el cuadro se aclaró: había un hombre parado en el medio de la ruta, gesticulando. Un hombre joven, con túnica y turbante, parado junto a un auto, gesticulando hacia el conductor.
“¿Paramos? ¿O mejor no?”, se preguntaban los jóvenes turistas. Pero ya era tarde para dudas: el auto estaba detenido en la banquina y el joven corría en dirección hacia ellos. Eufórico, a juzgar por la imagen que les devolvía el espejo retrovisor.
Cuando estuvieron frente a frente, el árabe los abordó en un francés impecable: “Por favor, tuve un problema con el auto-explicó- ¿Me podrían alcanzar hasta Agdz, el próximo pueblo?” Su aspecto era el de un actor de “Lawrence de Arabia”. Los viajeros se miraron y titubearon, sin responder. Siempre es un riesgo llevar a alguien y su ser extraño no colaboraba. Pero su rostro suplicante desbarató sus cálculos. “Les pago por el lugar”-agregó al borde de la desesperación.

Nunca supieron qué fue lo que los convenció, pero luego de un silencio incómodo, el beduino estaba adentro del auto. Salamalecom,los saludó según la costumbre árabe. Dio las gracias varias veces y desde el asiento de atrás, contó su historia alimentado por la catarata de preguntas de los viajeros:
“Es muy importante lo que ustedes hacen por mí porque hoy es un día de fiesta. Yo formo parte de una caravana que transporta granos hacia Sudán. Sí, con dromedarios y a través del desierto. Llevamos nuestra comida y una reserva de agua. Las noches las pasamos en los oasis. A veces nos encontramos con tribus nómades y si nos piden algo, se los damos. Portan armas, pero en general son buena gente. En total somos 15 personas. No, sin mujeres. Viajamos alrededor de ocho meses y el resto del año preparamos la próxima salida. Volvimos hace 15 días y hoy es un día de fiesta, dijo por segunda vez. Mi abuelo, el jefe de la caravana cumple 90 años. Yo iba camino a lo de unos amigos cuando se rompió la cruceta del auto. Este año fue su última caravana. Ya está viejo. A partir de ahora se va a quedar en la casa, con mi abuela”.
El relato era fascinante y durante los 40 kilómetros hasta Agdz, los pensamientos de los turistas estuvieron en esa caravana, sobre el lomo de un camello.
Al llegar al pueblo, el muchacho les suplicó que tomaran un té a la menta en su casa. “No sé cómo agradecerles lo que hicieron por mí”, dijo.
Miradas cruzadas. Puntos suspensivos. “Es que no tenemos tiempo”, se atajaron. Pero él fue más allá: “Los apurados ya están en el cementerio”, sentenció con una sonrisa.
Bajaron del auto y los condujo a la entrada de una casa que sólo dejaba ver un puñado de escalones. Subieron, cautelosos, detrás de él. Un recibidor cubierto de alfombras y una cortina espesa tapaban el resto. Los invitó a sacarse los zapatos y a pasar. El interior desveló cualquier ingenuidad pero ellos decideron seguir creyendo en las caravanas. Era un gran salón, repleto de alfombras y con un stock de tapices. “La típica maison bereber”, dijo con una simpatía que comenzaba a desvanecerse. El auto estaba abajo, ellos descalzos -lo que suponía una mayor indefensión- sentados en la alfombra de una casa, en los suburbios de un caserío perdido en las montañas.
Trajo el té en la tetera plateada. Bebieron un vaso sin hacer ningún comentario sobre la mercadería. Dispuestos a partir, él insistió en que la ceremonia consta de tres vasos. Bueno, el último. Pero, entre nosotros, ni una palabra sobre la naturaleza del lugar, un vulgar negocio de artesanías.
El té corría por sus gargantas y el embustero no pudo con su ser comerciante: “los tapices son de Sudán, pueden consultarme”.

***
Esa noche, en el pueblo de M´hamid, los viajeros se toparon con una guía de Marruecos que, en la página 145, decía: “Atención en la ruta Ouarzazate-Zagora, suele haber gente que simula la ruptura de su auto y detiene a los turistas con la excusa de que lo auxilien hasta el próximo pueblo. Sin embargo, el único propósito es llevarlos de prepo a una tienda de artesanías”.

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Una respuesta en “El cuento del tío

  1. Juan Manuel dijo:

    Jajaja, es el Cuento del Tío más inocente que jamás conocí. Muy bueno!!!

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