Antes de llegar a la estancia Finca Piedra donde nos quedamos la última noche del viaje uruguayo pasamos por San José, la capital del departamento, que tiene un bello teatro de cien años.
A pocas cuadras de la plaza dos viejos muy viejos toman sol en la vereda. Uno sentado y el otro parado, los dos con gorra. Los árboles abrigan algunas hojas amarillas y, aunque hace frío, el sol es amigable esta tarde. Me acerco a conversar. Uno de los dos no ve bien, el otro no escucha, pero parece que disfrutan. El que está sentado tiene 94, el otro 82.
–Pase, entre, yo era peluquero, ahí están las cosas.
Entro sola a la casa, las ventanas abiertas dejan pasar la luz a un cuarto pintado de celeste. El sillón de peluquero frente al espejo, varias tijeras, brochas, todo está más o menos como si hubiera cortado el pelo ayer aunque hará veinte años que ya no lo hace.
Leí que en una reunión de empresarios, en España, Mujica dijo que los uruguayos son medio atorrantes y que no se van a morir por trabajar mucho. Y que es un país decente. Recorriéndolo da esa sensación. La gente tiene algo del Pepe, de su llaneza y espontaneidad. Y también tienen algo de los cantares de Zitarrosa, una cierta sabiduría de vida.
Acá son así, uno habla dos o tres palabras y se abren de par en par. Con la franqueza de la gente sana. Te invitan a su casa, te cuentan su historia, no te invitan mate pero saben compartir. En este viaje varias veces me parece estar ante situaciones en vías de extinción.