A los amigos de los viajes, salud

Tengo algunos buenos amigos que conocí viajando, hace ya muchos años. Oscar Núñez, Jerry para todos, es uno de ellos. Vive en Viña del Mar, está casado y tiene dos hijos. Nos conocimos haciendo el Camino del Inca, en Perú. El tenía 21 y yo 19. En ese viaje compartimos durante cuatro días la polenta, el arroz, la lluvia que mojaba nuestras carpas todas las noches –tuvimos la mala idea de hacerlo en enero-, el abrigo, las historias, los amigos. Subimos al Huayna Pichu y nos bañamos en Aguas Calientes. Después, cada uno se volvió a su país. De vez en cuando nos mandábamos cartas, fotos de la hazaña. (Aclaro que mientras los turistas suecos y australianos nos pasaban a los saltos con sus porteadores coyas, nosotros caminábamos cada vez más despacio entre el cansancio, el peso de la mochila y la altura).

Si bien hubo lapsos largos de no saber nada uno del otro -especialmente en la transición del correo al email- al final supimos, y cuando alguno de los dos cruzó la cordillera, nos encontramos un rato. Siempre hablamos con una confianza familiar.

Hace poco pasé unos días en Chile y nos volvimos a ver después de algún tiempo. Los dos teníamos que trabajar así que nos fuimos a un café Internet y tomamos un capuchino, mientras él miraba planos de instalación de señales viales y yo escribía.

Pronto llegó la hora del almuerzo y pensé que comeríamos un sándwich por ahí. Pero me invitó a su casa, que queda en Miraflores, en lo alto de un cerro. El terreno es una pendiente. Se entra por una calle y el fondo de la casa sube hasta la calle de más arriba. Está en Viña, pero me hizo acordar a las casas de Valparaíso.
Primero pasamos a buscar a su hijo Tomás por el colegio y después subimos la cuesta hasta la casa, donde la mujer nos había dejado comida preparada. Charlamos, jugamos con Tomás, me mostró su oficina y me trajo por lo menos cuatro álbumes de fotos, donde se veían los partos de los hijos, la familia, una síntesis del tiempo. También me contó los arreglos que quería hacer en la casa y tomamos un café. Desde el jardín vimos los cerros y más allá el Pacífico azul.

Esa tarde no visité lugares turísticos ni fui al mar ni a la casa de Pablo Neruda. Fue una tarde de cuentos:  le conté, me contó. Y nos sacamos fotos para guardar el momento en una memoria extra. Fue una tarde de amigos, aún sin mate.

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