La vida es cueca

A Francisco Pardo Urrejola le gusta el pie de limón, escribir de viajes y Valparaíso.

Pancho, como le dicen los amigos, es periodista de la Universidad de Chile y trabaja en la revista Viajes del diario La Tercera.

Hace unos días me mandó este relato, que cuenta sobre los bares porteños que no salen en las guías, la cueca, la primera vez que le tocó una teta a una ex polola y también sobre sus vagabundeos por Valpo. Es una versión corta de un texto que hasta ahora forma parte de su tesis de grado, pero en algún momento no muy lejano será parte de un libro de crónicas urbanas.

«Y ahí estaba otra vez. Sentado, solo, con un vaso de vino en una mano y un cigarro en la otra. Ana Flores cantaba boleros en el bar “Mi Casa” de la subida Cumming y me sentía una puta postal de Valparaíso, un lugar común hecho persona. Don Miguel me miraba desde la cajetilla y ocho gringos entraron al bar disfrazados de estudiantes de filosofía de los ’80 buscando lo mismo que yo, pero sin conectar, sin intervenir, trasladando su país y sus dinámicas encerradas entre esas ocho personas. Sacan sus cámaras, comienzan a disparar y me resisto a ser parte del paisaje, un trozo de sus recuerdos por Sudamérica que recorren con ánimo de Ché Guevaras deslavados. Me largo. Salgo de “Mi Casa” en dirección al “Moneda de Oro”, un bar próximo a la plaza Aníbal Pinto. Bajo por Cumming a la una de la mañana de un miércoles con la esperanza de encontrar algo, alguna casualidad, un hoyo negro que me traslade a otro sitio automáticamente ¿Cuántas cacas de perro tendré que pisar en esta ciudad para tropezarme con una buena historia?

Bar “Moneda de Oro”. Pido un vaso de vino de $700. Junto a mí hay un anciano de pie en la barra. Pienso en el puerto, en “Valparaíso” de Joaquín Edwards Bello que cargo en mi mochila, en el vino, el viejo, pero su olor a meado me impide verle la poesía al asunto. El hombre le pasa $200 al barman para que le rellene la cañita. Come pan a escondidas. Se da vuelta y da pequeñas masticadas a una marraqueta. Se fija en la partida de dominó de la mesa a nuestras espaldas y el cantante de boleros con guitarra en mano entra al bar justo cuando en la mesa ponen el chancho seis, como si hubiese sido la señal que lo llamaba al escenario. Entona, era que no, “La joya del Pacífico”, ese himno que el “negro” Farías inmortalizó en “Valparaíso, mi amor” de Aldo Francia y que cantaba por el puerto hasta que murió un 21 de abril. Luego sale a escena Gardel y la frase de que “el mundo fue y será una porquería” hipnotiza al anciano que clava sus ojos en la guitarra, con esa mirada de los viejos en la plaza de la que hablaba Sábato, una mirada hacia adentro, arqueológica. Le ofrezco cigarrillos (recordando las palabras de Bello: “en Chile es inevitable; la ley secreta manda a atender a los borrachos. Son sagrados”) y me dice “no joven, que duerma bien” y sale del bar con su vaivén de bote pesquero.

Era mayo y por esos días caminaba Valparaíso con ánimo de flaneur, con lo que los situacionistas llamaban dérive, “una investigación espacial y conceptual de la ciudad a través del vagabundeo (…) centrada en los efectos del entorno urbano sobre los sentimientos y las emociones individuales”. Lo que en la práctica era simplemente aplanar la ciudad perdiendo el tiempo deliberadamente con los ojos y oídos bien abiertos. En todo el puerto se escuchaban las bandas escolares que se preparaban para el 21 de mayo y yo me quedaba dormido en los buses Puerta del Sol, subía cerros, tomaba en bares de todo tipo, sacaba fotos con palabras y recorría el plano como un acto de fe buscando algo intangible, algo que no sabía si podía o quería ser encontrado.

Mañanas de boca seca. Sólo después de las noticias del almuerzo mi cuerpo reaccionaba y podía obligarlo a recorrer las calles, a tomar una micro que pasaba frente a Caleta Portales, donde recordaba ese verano cuando por primera vez le toqué una teta a una ex polola, el calor, la Escudo, mi calentura, el helado de piña que froté en uno de sus pechos que se arrancaba del traje de baño, la forma en que el hielo se derritió al contacto con su piel. Ahora en ese lugar existe un horrendo edificio, con un mirador al revés, donde los pescadores agarran pulmonías porque el arquitecto que diseñó la nueva caleta no pensó en el necesario desnivel para evacuar las aguas, porque nadie les preguntó tampoco sobre la dirección del viento que golpea desde el mar y se cuela por sus pequeños “boxers” donde guardan sus implementos, y que basta raspar con un lápiz Bic para notar el ahorro de material.

A veces me bajaba en el puerto y subía por el ascensor El Peral. Ahí percaté que la estatua que representa la Justicia afuera de los tribunales junto al ascensor no estaba vendada. Y que en una mano tenía la balanza y la otra la apoyaba en la cadera, como si un invisible fotógrafo de tres metros le dijera así, así con la mano en la cadera, displicente, eso, como si te importara tres carajos la justicia. Y luego subía en el ascensor y caminaba sin rumbo por el cerro y me sentaba en las plazas y jugaba a desaparecer, como en los bancos junto a una iglesia en la calle Almirante Montt cuando me agarraba la poesía y con el sol en la cara adivinaba cinturas en la sonrisa de la tarde. En uno de los asientos vecinos dos ancianas de cejas dibujadas conversaban sin olvidar el croché que sus manos modelaban de forma mecánica, y en el piso algunas palomas acostumbradas esperaban cualquier limosna. “De nuevo vienen a molestar. El otro día les tuve que remojar las migas, es que estaban muy duras. Y cómo te decía, a las seis de la mañana me golpea, que se siente mal, y yo le digo para qué hace tanto teatro. No sé, la verdad es que no entiendo ¿Por qué me llora tanto este ojo? Y también me han dado unas puntadas en el corazón, es que lo tengo muy grande y me aplasta el estómago, parece que voy a tener que ir al médico”. Y dos escolares de jumper aparecen en el encuadre, se miran cómplices y no saben si soltarse de las manos cuando nos ven sentados a pleno sol, y un camión de gas cierra la foto con su cumbia de balón y su pregón de “abastible, gasco, abastible y gasco”, y presiono un clic en mi cabeza para guardar el momento.

Bajo al plano y me voy al Muelle Barón. Escenario de parejas, perros, ratones, lobos marinos y el denso vuelo de los pelícanos. El sol de otoño se escondía y los cerros se llenaban de lucecitas de navidad. Hilos de bombillas amarillas y anaranjadas que de vez en cuando eran interrumpidas por una roja sirena encaramada por allá arriba. Recuerdo a Bello: “Millares de techos de lata hacen pensar que a estas casas entrarán con abridores de conserva”.

Viernes. Repito la rutina. Todo se convierte en rutina. Ayer llovió durante la noche y hoy el cielo se llena de pequeñas nubes esponjosas. El aire está tan limpio que parece una maquinación del Sernatur para agradar a los turistas. Esquina de Urriola con Errazuriz. Un tipo de vestón vintage y mocasines duerme una siesta de alcohol en una banca frente a la Shell. De vez en cuando abre los ojos, dependiendo de los decibles del chirriar de las micros que pasan a cuatro metros de su cabeza. Por qué caminos andarán sus sueños de tinto. De seguro si despertara en estos momentos, no entendería nada al ver la veintena de tipos vestidos de fluorescente naranjo, como marcianos recién aterrizados, que caminan de vuelta a las faenas de una obra del puerto.

El sol luego de la lluvia tiene la propiedad de congregar a toda la fauna al igual que los charcos de agua en las sabanas africanas. Secretarias, obreros, oficinistas que miran los relojes confirmando que restan cinco minutos, de vuelta al trabajo y recuerdo a Amanda. Somos lagartijas. Nada más que lagartijas.

Tomo una micro y me voy a Playa Ancha. Me bajo frente a las canchas de tierra vecinas al estadio de Wanderers que hoy sirven de explanada para decenas de bandas escolares que ensayan para el 21 de mayo. El día anterior en estas mismas canchas unos guanacos intentaban dispersar a los estudiantes de la UPLA que protestaban con piedras, bolsas de pinturas y mólotovs. Hoy sólo hay fútbol, botellas rotas y redobles.

Cruzo la avenida y me refugio en el bar Roma. Pido una cerveza. Miro una pared de radios viejas y posters de Bob Marley, el Ché y los Beatles. Aquí todos caben. En el wurlitzer del fondo suena, como si me persiguiera, la voz del “negro” Farías secundada por pastosas gargantas. A cierta hora en Valparaíso todos se creen cantantes. Me arrancó a un bar vecino, “La Nueva Sirena”, donde el Wanderers juega de local. Juanjo, el barman, conversa con un parroquiano sobre la antigua bohemia, esa que en los ’50 y ’60 se disfrutaba en el Barrio Puerto, en el “Roland Bar”, en las quintas de “San Roque”, en el “Nunca se supo”, en cabarets y en lupanares como “Los Siete Espejos”. Hablan de las cuecas en “El Rincón de las Guitarras” de la calle Freire, entre Chacabuco y Pedro Montt. Dicen que los viernes en la noche se pone bueno. Supongo que hay sólo una manera de comprobarlo.

Dos de la mañana del sábado. Me bajo de la micro en Freire con Errázuriz y el chofer me dice que tenga cuidado, que el barrio es bravo. Camino con la misma actitud de las madrugadas en el centro de Santiago, como si uno fuese el que obliga al otro a cambiarse de vereda. Algunos travestis me piropean y me siento extrañamente halagado. Llego a la dirección anotada en mi mano, Freire 431, un añejo edificio sin letreros. Sólo una puerta y un timbre. Lo presiono. Según Juanjo, ahí solamente dejan entrar a los conocidos. Abre un tipo joven que me mira de pies a cabeza. Y luego de cinco eternos segundos y sin decirme palabra, se hace a un lado y me deja pasar.

Adentro, comida y fiesta. Me siento en una mesa de un rincón de esta casona de viejas paredes, aceptando mi condición de invitado. La mayoría de los concurrentes son veteranos de terno y alguno que otro veinteañero. Veo algunas guitarras. En una mesa agarran una de ellas y se lanzan con un bolero que es premiado con aplausos y vasos alzados. Lucy Briceño, mito viviente de la bohemia porteña y dueña de una voz que domina a la perfección el repertorio de valses, boleros, tonadas y cuecas de Valparaíso, se pasea por el local y todos la miran como a una estrella de rock. Y lo es. Nunca supe si los que me abrieron los oídos esa noche fueron algunos de los integrantes de la legendaria agrupación cuequera “La Isla de la Fantasía”, de la que también es integrante Briceño, pero el punto es que dos tipos con guitarra y pandero se lanzaron con una cueca gritada, y en la “cancha” las parejas comenzaron a moverse de una manera que jamás pensé que se podía bailar la cueca. Así no danzaban en la parada militar. Así no cantaban “Los Huasos Quincheros”.

Salí del lugar con la sensación de haber descubierto América. Sentí que durante años alguien me había escondido un país entero.

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4 respuestas a La vida es cueca

  1. panchopardo dijo:

    pusiste lo del pie de limón! jajaja.
    mil gracias Carolina, eh?
    un beso
    http://www.flickr.com/photos/veredatropical/3032389805/

    p.

  2. Claro, no podía faltar el pie de limón!
    Muchas gracias a vos también.

    Carolina

  3. nico ortiz dijo:

    que tal Carolina,
    disfrute mucho el post situacionista del amigo tesista porteño, ambientadas con algunas imagenes que veo todos los dias al caminar a mi casa en pasaje fisher alla en el famosillo cerro concepcion. y quedo en la retina su comentario acerca del «horrendo edificio» de portales,un palo a los arquitectos inutiles de nuestro pais.
    saludos y te invito a revisar mi blog, que escribi durante un viaje que realize este año por centro america. a ver si te interesa. saludos.

  4. sebastian calderon dijo:

    aguante la cueca porteñaaa!
    esa que es brava
    y no cualkiera la canta
    aguante cabros
    muy bueno el tema del post
    me gusta felicitaciones
    atte
    Sebastian 😉

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