Ahora que los 33 mineros están arriba, sanos y salvos, puedo evocar con menos angustia mi modesta incursión al centro de la Tierra. A tan solo -aunque es mucho- 70 metros de profundidad, el diez por ciento de donde estuvieron atrapados estos hombres valientes.
Fue hace un año, en el sudoeste de Brasil. Estado de Mato Grosso do Sul. Cerca del Pantanal. La geografía es extraña en esa zona del planeta. Hay ríos de agua turquesa, como en el Caribe. Hay cascadas, serranías y buracos, en portugués agujeros, en medio de la Tierra. No uno, sino varios. Más de 500 hoyos y cavernas en la zona. Como si la hubieran bombardeado hace cientos, miles, millones de años.
Una de esas cavernas es tan profunda que se llama abismo: Abismo das Anhumas. Fue descubierta en 1974 y abierta a los visitantes hace 13 años. Para conocerla hay que descender hacia las profundidades en un rappel negativo, es decir sin apoyarse en ninguna pared. Abajo, además de penumbra y humedad hay un lago de agua cristalina donde se puede bucear o hacer snorkel, linterna en mano porque apenas se ve.
No sólo no era una mina, tampoco quedé atrapada. Peor: pagué para bajar y fue necesario firmar un deslinde de responsabilidad. Nada que ver con la historia de los mineros. De todas formas, quizás porque transcurre en un plano subterráneo, en estos días recordé mi abismo. En algún momento, antes de los 33, creí que era un abismote. Hoy, después de los 33, pienso que es un abismito.
Bajé una mañana de octubre a las 8. Estaba nublado y había una leve brisa. Veo la foto ahora. Tengo la cara pálida, mucho más que en el último invierno. Ingresamos -el fotógrafo y yo- al interior de la caverna por una hendidura de la roca. Con casco, guantes y llenos de arneses.
El descenso fue sencillo: al presionar una manija que es parte del equipo, la cuerda se mueve y uno avanza hacia abajo. A medida que me internaba en la caverna, la luz que entraba por la grieta se veía más lejana y era preciso acostumbrarse a la penumbra silenciosa de un hueco inmenso.
Fueron entre cinco y siete minutos. Me recomendaron que bajara rápido, que dejara las vistas de la caverna para la vuelta, donde sería necesario detenerse a descansar. Igual, es difícil pensar en las recomendaciones cuando uno está colgando, a 70 metros del suelo.
El regreso a la superficie es por el mismo lugar, no hay un ascensor oculto ni escaleras mecánicas. En la subida no se aprieta ninguna manija, toca hacer fuerza con los brazos y las piernas. El día anterior a la aventura hicimos un pequeño curso que fue necesario aprobar.
Recuerdo que por fin toqué fondo. Hice pie en un muelle y los técnicos me quitaron el arnés. Era libre, pero me temblaban las piernas y la superficie se veía lejos. Miré a mi alrededor, las paredes de piedra blancuzca, la laguna azul. La luz usaba la ruta del rappel, la única ruta, y llegaba hasta abajo como un resplandor. Dicen que en diciembre entra con mucha fuerza, como una columna brillante que le agrega misticismo a este interior surrealista.
Desde la cabecera del muelle se escuchaban voces en la otra punta. Con el casco en la cabeza caminé hacia donde no llegaba la luz. El otro lado del muelle se parecía una noche de luna nueva: al principio no se ve nada, después uno se acostumbra a la opacidad.
Finalmente, entré en el lago, más frío que el Pacífico en Viña del Mar, un día nublado. El traje de neoprene grueso ayudaba, pero no impedía la sensación de llevar una bolsa de hielo en las manos y en la cara.
El lago del Abismo Anhumas tiene 24.000 metros cúbicos de agua y pertenece al Acuífero Guaraní, una reserva subterránea de agua que comparten Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina.
Hacia abajo, el paisaje podría ser un cuadro de René Magritte, el surrealista provocador. Se veía un valle de conos sumergido en un fondo azul verdoso. Mudo. Sospechoso. Había un cono de 19 metros, con la fama de ser el más alto del mundo. Otros tenían puntas afiladas como la de un misil, y algunos eran bajos y chatos, como un bizcochuelo. Abajo mío había 60 metros más de profundidad helada.
Daban ganas de seguir más allá, por un corredor angosto y después a través de un túnel oscuro hasta cruzar el acantilado que se veía tras una grieta. Sin parar hasta el centro de la Tierra. Por momentos, era posible olvidar el agua fría y los 72 metros que habría que escalar al rato, cuando el paseo, que era bastante parecido a un sueño, hubiera terminado.
Esa vuelta turística por la penumbra subterránea fue lo más cerca que estuve de las -ahora tan mentadas- entrañas de la Tierra. Mi modesto abismo privado. Mi abismito.
deliciosamente contado (marca de la casa…)