En marcha

El otro día me contó una amiga que su papá camina de Belgrano a Once dos veces por semana. No tiene que hacer ninguna diligencia. Camina por caminar.

También suelo caminar sin motivo. En lugar de ir en metro o en auto o en ómnibus camino cuarenta, sesenta y más cuadras también. Quizás para hacer ejercicio y también porque me hace bien comprobar que mis piernas son capaces de llevarme. Para estar en marcha.

Trato de andar con la espalda erguida, pero más de una vez me pesco medio inclinada, en una postura parecida a la de El hombre que marcha, la escultura de Alberto Giacometti.

La postura tiene algo de reflexiva; de abatimiento y al mismo tiempo de perseverancia en el paso, en la actitud del cuerpo hacia adelante, la mirada en el horizonte. Leo por ahí que Giacometti vio en su obra el «equilibrio natural de la caminata» como un símbolo de la «propia fuerza vital del hombre». No sabemos de dónde viene ni adónde va, solo que está en marcha hacia el futuro.

Vi la obra en la Fundación Proa. Hay dos versiones, ambas de bronce: una es un poco más grande que un fosforo, y otra a escala humana (1,83 m). La más grande, una de sus esculturas más famosas, tuvo varias fundiciones. Hace un par de años se vendió una  en Sothebys de Londres a 65 millones de libras. Comprador anónimo, por teléfono.

Giacometti en Proa, una retrospectiva imperdible. Hay tiempo hasta el 9 de enero y se puede llegar caminando.

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