«Una noche cedió al azar y la facilidad de las correspondencias. Nuria vivía en la calle de Amsterdam, el óvalo que recorría la colonia Condesa siguiendo el trazo del antiguo hipódromo. Encontró un teléfono público, justo frente al edificio de ella. Vio los matorrales bajos del camellón, donde los caballos decidieron la fortuna, y sacó el papel con el número de teléfono. La hoja había adquirido una consistencia extraña, rugosa, de tanto estar guardada. Marcó y casi fue un alivio saber que Nuria había salido. Escuchó su voz en la contestadora, el tono fresco y optimista con que la conoció. No dejó mensaje. Fumó un cigarrillo viendo el edificio de los años treinta donde ella vivía, el vestíbulo renovado con alto presupuesto (pequeños reflectores de halógeno bañaban una escultura tubular, más un pájaro que un proyectil).
Trató de recordar otra calle circular. Tal vez en el Pedragal o en Ciudad Satélite hubiera circuitos que volvían sobre sí mismos, pero sólo ése evocaba a los apostadores que triunfaron o se arruinaron en las carreras de caballos. Volvió a marcar, un poco para concederse un derby personal, la posibilidad de que ella sí estuviera en casa y decidiera tomar el auricular, otro poco para oír la voz entusiasta de quien regala sus palabras.
No había terminado de oír el mensaje cuando la vio llegar al edificio. Llevaba un ramo de flores moradas, los iris que le gustaban tanto».
Llamadas de Amsterdam, Juan Villoro, Almadía.