Los 148 cóndores de Peto Rivera

Había una vez, hace no mucho, un gaucho libre que se llamaba Peto Rivera.

Entre los años 70 y 2000 vivió en el oeste de Santa Cruz. Hasta que se degolló de un navajazo. Tenía 52 años.

Descendía de chilenos y se casó con una rusa en Argentina. Peto se crió en el campo y de joven fue a estudiar a Río Grande. Un día cualquiera lo dejó todo y volvió al campo, a la estepa inmensa de cielos nublados. Cada vez más adentro, cada vez más solo. Into the wild. Vivía en toritos, como se les llama en el sur a los refugios hechos de palos, en la zona del Parque Nacional Perito Moreno. Tenía caballos, cuidaba vacas, fumaba el cigarrillo hasta quemarse los dedos.

En el último tiempo casi no hablaba con nadie, aislado en su mundo. Pero antes de caer en la soledad, Peto Rivera era un gran contador de historias. La gente que lo conoció todavía recuerda algunos cuentos alucinantes que para él no eran cuentos sino parte de sus aventuras reales. Esas historias fueron pasando de boca en boca, y hoy circulan y mantienen vivo el mito de Peto Rivera. De todas las que escuché, ésta es la que más me gusta. No me dijeron un título así que le voy a poner uno: Los 148 cóndores de Peto Rivera. Y dice más o menos así:

«El día que me fui a caballo por el bosque había empezado a nevar. Nevó todo el día y toda la noche. En un momento, había nevado tanto que no se veían las copas de los árboles. Fue imposible seguir avanzando: el caballo estaba ciego, yo también. Cuando estuve en el suelo, agarré el cuchillo y con todo el dolor del alma maté a mi caballo, lo abrí y me metí adentro. Hice un fuego entre las vísceras y cociné la carne del matungo.

A medida que pasaban los meses de aquél invierno, la fui comiendo. Casi no salí del interior del alazán y logré sobrevivir. Un día, dejó de nevar, al día siguiente salió el sol y poco a poco los cóndores se acercaron a comer la carroña del caballo muerto. Yo me escondí atrás de un árbol y cuando ellos bajaban a picotear los cazaba y los ataba a un árbol. Con el cuero del caballo hice tientos y cada cóndor tenía uno colgando en la pata.

Cuando junté 148 cóndores, me agarré de los tientos y salí volando con ellos. Desde el aire observé el campo, el bosque, los cerros, los lagos, la hermosa estepa infinita. Después de volar más de una hora, los cóndores me dejaron en el pueblo. Necesitaba comprar harina y grasa para las tortas fritas. Mientras caminaba al almacén vi cómo se alejaba la bandada como una columna negra y poderosa en el cielo azul. Todos tenían el tiento colgando. Por eso, si vas por la Patagonia y ves un cóndor con un cuero colgando, ojo que es uno de los míos».

Dicen que cuando Peto terminó de contar esta historia, los paisanos le preguntaron si no tuvo frío. Entonces él repitió una frase que siempre decía: «Escuché hablar del frío, pero nunca lo conocí».

Esta entrada fue publicada en Anécdotas, Argentina, Check in, Destinos, Imperdibles, Paisajes, Patagonia. Guarda el enlace permanente.

3 respuestas a Los 148 cóndores de Peto Rivera

  1. Rivera dijo:

    Peto Rivera, no desciende de tehuelches.Su abuelo Rivera era español, como Octaviano; Antonio, Victoriano; José, etc y su abuela era rusa blanca; casada con un otro español asturiano.
    Si estamos de acuerdo que era gaucho y paisano como ninguno y muy bohemio.
    Muy bueno el recuerdo de Peto.
    un personaje de los que ya no hay.
    saludos
    Rivera

  2. Rafael dijo:

    Tuve la suerte de ver a Peto en la estancia el Roble alla por el 99. Inolvidable encuentro. Fumo un armado hasta que se le prendio fuego el bigote y como si nada siguio hablando entre el humo de la fogata bigotera. Con su mano izq lo apago como quien no quiere la cosa. Peto me dijo que el era un tehuelche con piel de cristiano, asi se sentia y si algun dia escribia algo lo haria con el seudonimo de Ascencio Brunel. Lo invite a que visitara Menelik ese domingo y me dijo: no, no puedo .. tengo que mudarme (a un torito en las nacientes del rio Codorniz en la veranada de Jones). Dicen que le daban libros que devoraba leyendo y luego los enterraba para nunca devolverlos. Un personaje como pocos. Hoy en el PN estan sus pertenecias en el museo del Rincon.

  3. Rafael dijo:

    “Pa mí lo más sagrado es la libertad”

    Recitaba cualquiera de los versos del Martín fierro. Al final, levantando los brazos como para abarcar toda la inmensidad que lo rodeaba agregaba: “Pa mí lo más sagrado es la libertad” y sus ojos celestes
    a lo lejos a algún desconocido, montaba de un salto y desaparecía en un instante sin dejar rastro.
    Vivía solo desde hacía años; dormía cuando lo encontraba la noche en cualquiera de los dieciocho “toritos” que había construído desparramados por el campo, cada uno bautizado con el nombre de uno de los caudillos que habían defendido a la Argentina.
    Cuando las noches se heredados de su abuela rusa, brillaban en esa cara curtida por los vientos y el frío de su Santa Cruz natal.
    Había estudiado en la Agrotécnica de Río Grande – el padre quería que fuera un hombre instruído- pero la sangre del bisabuelo tehuelche bullía en sus venas con una fuerza imparable y desertó para volver a su tierra y quedarse allí para siempre.
    Montado en el bravo Atila –por el rey de los Hunos, el azote de Dios, aclaraba- aparecía repentinamente en Menelik, nadie sabía de dónde, ni tampoco cuánto tiempo duraría su visita. Porque si vislumbraba alumbraban con la nieve, se quedaba trenzando tientos o trabajando los cueros bajo las estrellas. Cuando eran negras, quemaba bosta de caballo seca con grasa derretida.
    Sus animales eran sus compañeros. “Los cuido como a mi panza y dejo que mueran de viejos”. Alguna vez dijo: “Al frío lo he sentido nombrar pero no lo conozco”. Sabía y repetía todas las historias de los antiguos pobladores o paisanos que habían habitado esas tierras, con ese humor tan lindo, difícil de olvidar. A veces, ahí solo en medio de la estepa, escuchaba tangos en su radio vieja
    Tenía cincuenta y tres años, hacía trece que no iba a ningún pueblo, no tenía patrón, cuidaba las vacas de algún vecino de tanto en tanto. Y sufría sin tregua los miles de leguas despobladas que lo rodeaban. Quedándose, comiendo raíces cuando no tenía otro alimento pero quedándose, era su manera de hacer Patria.
    Este invierno aparecieron del pueblo a buscarlo porque alguien había avisado que estaba muy enfermo, allá te vamos a curar, tendrás una cama confortable, cuatros comidas seguras, la gente te va a cuidar, podés llevar tu radio si querés.
    Pidió que soltaran a sus caballos y entró en el “torito”.
    Y prefirió morir con su facón.

    Autora Sylvia Walker

Deja una respuesta