Algunas mañanas, a eso de las 7.30, el gran lago Aluminé se cubre de bruma baja y espesa como la que se ve en la foto. Una mañana fría, me desperté temprano y corrí las cortinas de mi habitación en La Balconada.
Al encontrarme frente a ese paisaje misterioso no pensé en El Señor de los Anillos. Me imaginé que alguien estaba preparando un caldo enorme y muy caliente. El caldo de Aluminé hervía como loco, pero el cocinero estaría atendiendo otra faena porque no llegó a revolver su sopa. Después de una hora, el caldo dejó de hervir y quedó liso como una gelatina. Con sólo mirarlo, un chef hubiera dicho que estaba listo.
Esa noche, cuando fui a cenar leí todo el menú pero no encontré ningún caldo de Aluminé. «No hay caldo, pero la trucha del lago es muy buena», me dijo el cocinero. Y tenía razón.