Abyssinian Baptist Church, TOMA I. Es domingo a la mañana y llueve. Voy a escuchar un coro de gospel a este templo de Haarlem, que festeja sus 200 años. Tomo el M3 que va por la Third Ave. y después de un rato, cuando los rascacielos se terminan y hay más letreros en español y más negros y latinos en las calles llega Haarlem. Bajo en la 136 y Malcom X y camino dos cuadras hasta el templo.
En la puerta un gordo elegante, con traje gris y sombrero, les explica algo a unos turistas. Les habla fuerte, casi gritando. Dice que llegaron tarde, que las puertas se cerraron y no entra nadie más, que la próxima vez se levanten más temprano. Que para entrar a la ceremonia de las once de la mañana deben estar ahí a las siete. ¿No se dan cuenta que cada domingo llegan 500 personas y sólo entran 150? ¿Cuándo lo van a entender? ¿No lo dicen sus guías? Parece enojado y yo que pensaba preguntarle lo mismo. Mejor no pregunto nada. Sigo caminando hasta la esquina y veo unas 100 personas en fila, paraguas en mano, caras dormidas. ¿Ellos no sabrán lo que dice el hombre elegante y gritón de acá a la vuelta? ¿Por qué siguen esperando? ¿Pasará como en algunos recitales que en un momento abren las puertas y entran los que no tienen entrada? No creo, eso ya no pasa ni en los recitales. “Esperan, pero no van a entrar”, me dice un hombre que aprovecha la circulación de turistas para vender bijouterie barata.
– ¿Usted quiere entrar a la iglesia? -me pregunta el vendedor de aros.
– ¡Claro! -le respondo.
– Entonces, cómpreme un par de aros o algún perfume y yo la hago entrar- dice y abre una bolsa negra repleta de cajas de perfumes.
La situación me descoloca. ¿Una coima para entrar a la iglesia? Qué lejos hemos llegado. Al lado de este hombre, una mujer, le dice lo mismo a otros turistas. Que le compren algo, que quizás logra hacerlos entrar. Les dice: «Ustedes, los turistas siempre piden, ahora les toca dar. Vamos, ¿qué me van a comprar?»
Llueve y hace frío. Ya no sé si me importa escuchar el gospel, quisiera meterme en la iglesia aunque sea para no mojarme. Pero no de esta forma. Me doy la vuelta y empiezo a caminar hacia la avenida Malcom X, donde pasan los transportes. Antes, veo otra vez al reverendo de traje gris y sombrero.
– ¿Usted quiere entrar al templo? -me pregunta.
Esto ya es demasiado, ¿qué me pedirá este hombre?, por Dios. Le respondo que sí, que quiero entrar al templo.
– Entonces no venga un domingo, lady. Los domingos siempre sobra gente. Tiene que venir un miércoles. Llegue a las seis de la tarde, la ceremonia comienza a las siete y no tendrá problemas para entrar.
Antes de ir en busca del subway paro en Jimbo’s, una lunchería mexicana, que por lo que veo vive del rebote de la Abyssinian Baptist Church. Por lo menos los domingos por la mañana, el 80 por ciento de los consumidores de hot cakes y sandwiches de panceta quemada y huevo frito son turistas que no lograron entrar a la iglesia.
Abyssinian Baptist Church, TOMA II. Miercoles, 18.30. Es la tercera vez que me equivoco de subway. Hasta que se entiende que algunos trenes son expresos y no paran en todas las estaciones y que otros se desvían, pasa un tiempo. Llego tarde. Me estresa pensar que una vez más no podré entrar al gospel. Estoy a punto de desist-ir y pensar otro plan. Al final decido insist-ir y voy.
Me bajo corriendo y sigo corriendo las dos cuadras del metro a la iglesia. Lo primero que veo es que el vendedor de aros no está. Me alivia no verlo porque estaba dispuesta a preguntarle cuánto costaban sus chafalonerías. Tampoco hay turistas. No hay nadie, salvo unos skaters debatiendo algo que parece fundamental para la raza humana en las escaleras de una casa.
Quizás me confundí de día, pienso mientras abro la puerta de la iglesia. Adentro, una mujer con una sonrisa tan abierta como la puerta me invita a pasar. Que suba al primer piso, vamos que ya empieza la ceremonia. Después, todo pasa rápido: otra mujer negra de canas y falda con pliegos me hace pasar a la sala principal, otra de guantes blancos me ubica en un banco entre un viejo parecido a Morgan Freeman y una mujer joven, con jeans pegados a la piel y camisa blanca impecable. Recién salió de la peluquería, seguro: tiene dreadlocks finos que terminan en extensiones enruladas, ni un pelo fuera de lugar. Se podría ir de aquí a la pasarela.
Empieza la ceremonia, no el show, como le aclararon a una turista que preguntó si ahí era «el show de gospel». A partir de este momento, entro en la experiencia religiosa más alegre de mi vida. El sermón es divertido, los fieles comentan mientras el pastor habla, yes sir, y nos reímos a carcajadas por las bromas que cuenta el ministro, que predica en esta iglesia hace más de veinte años y ha casado a varios de los que hoy están aquí sentados.
En el coro son quince personas, pero suenan con la potencia de un órgano medieval. Primero cantan todos juntos y después aparece esta mujer flaca con botas de charol a la rodilla, minifalda, saco negro ceñido y un micrófono en la mano. Podría ser la tapa de un video hot, pero está en el altar del templo y le canta emocionada a Jesus, su lord. El Morgan Freeman que tengo a mi lado se para, aplaude y acompaña el ritmo con el cuerpo. Extensiones lo sigue y también las mellizas de cuádruple cadera del banco de adelante. La iglesia entera canta a los gritos y esto parece una fiesta. Animada por tanta alegría, también me paro, canto estribillos y aplaudo. Me río con Morgan, extensiones y las chicas de cuádruple cadera. Este gozo es más contagioso que la gripe porcina. Nos miramos emocionados, como viejos amigos. El ambiente está inundado de una energía valiente, que atraviesa las butacas y las biblias que están apoyadas en los bancos y pasa como una ráfaga por los increíbles peinados de los negros y recorre cada zócalo de esta iglesia y toca a los fieles en el corazón. Hallelujah!
Cuando termina la ceremonia, casi dos horas más tarde, todos estamos eufóricos, como si hubieran repartido latitas de Red Bull en la canasta de la limosna. Tengo ganas de pedir una entrevista con el pastor. Le voy a decir que me sumo a su iglesia, quiero creer en lo que ustedes creen, señor. Oh, yes.
Carolina, estuve en esa iglesia también un día miércoles y viví la misma alegría y euforia en sus cantos y en todo su sentir.Qué bueno el raconto !
No habremos estado juntas ?
Hola Carol! Buenísimo post! Estuve también ahí y es una de las experiencias más divertidas que recuerdo en mi vida… Estuve una semana cantando el Oh Happy Day! Con esa especie de enfermeras que vigilan el cotarro… Muchos besos 🙂
Carolina, son fascinantes tus relatos y experiencias en NY. Yo viajo mucho allá y paro en el Affinia Manhattan, muy céntrico.