Él es un gringo viejo. Lleva sombrero de explorador, bermudas cargo y una bolsa de compras parecida a la que usan las señoras de barrio, sólo que ésta tiene la cara de Frida Kalho bordada con lentejuelas brillantes.
El gringo está en la terminal de ómnibus de San Miguel de Allende, a los arrumacos con una mexicana también vieja, ojos de obsidiana, sobredosis de rimmel y Nike Air.
Se toman fotos, ella le tira besos carnosos mientras posa sexy y él la mira como enamorado.
– My love, vete. Tienes que ir a la escuela. Vamos, go.
– I have time. Primerou pasou por casa y dehou la coumpra. Get the útiles y luegou voy al school.
Que sí, que no, algunos besos más de despedida y un fervor adolescente. Resulta curiosa la escena entre dos adultos que rondan los sesenta años. Pero en San Miguel de Allende, una ciudad colonial, romántica, Patrimonio Cultural de la Humanidad, no lo es tanto.
El pueblito, muy conservado, con seguridad y precios altos, se ha convertido en un destino preferido por estadounidenses retirados que vienen en busca de calor y color. Una señora con la cabeza llena de canas y una blusa made in Oaxaca cruza la calle adoquinada con su french puddle recién bañado, un hombre con sombrero mexicano y cuerpo texano pinta retratos a la salida de la Parroquia de San Miguel Arcángel y una mujer riega sus helechos en una ventana colonial.
Cada dos cuadras se promocionan clases de español. Hay bares de jazz, hoteles boutique, galerías de arte con precios en dólares y por lo menos un restaurante con el tradicional proverbio mexicano del que ya se habló en Viajes Libres, «tu casa es mi casa» pero en inglés: Our casa is your casa.
El ómnibus se va y el gringo viejo saluda a su mexicana a lo lejos. Después de la partida, se va cabizbajo, con la bolsa de los mandados. A dejar la compra y luego a la escuela. En la tarde, seguro que hace un after school en el bar, con una chela helada y otros gringos viejos.