La semana pasada fui a ver El Etnógrafo, un documental sobre John Palmer, antropólogo inglés que hace treinta años llegó a Salta para estudiar las costumbres del pueblo wichi. En el camino se enamoró de una aborigen, tuvo cinco hijos con ella y hoy, etnografía aparte, trabaja con los wichis en la defensa de sus tierras y sus derechos.
La película se mete en la vegetación densa del chaco salteño, transita el calor húmedo, las preocupaciones y la lucha de una etnia olvidada, y se planta en la intimidad de esta pareja que evalúa en la cocina, frente a un café negro, el nombre que le pondrá a su último hijo.
Cuando salí del cine pensé en lo caprichoso de las fronteras, en qué lejos queda Londres de Salta. Y en el amor. ¿Qué pasa cuando el amor te sorprende en el camino? En años de viajes encontré gente que decidió cambiar de vida y de residencia por razones económicas, de estudio, místicas. Por amor. Supe de un italiano que se enamoró de una argentina, una chilena de un irlandés, una española de un japonés, un inglés de un brasileño. En el amor como en el viaje, el riesgo es alto y los seguros no alcanzan. Después de animarse al cambio y atravesar la distancia, todos ellos superaron diferencias culturales.
La historia del antropólogo y su mujer wichi me recordó la de Manuel Pardo y Cécile Domens, dos casos en los que las diferencias parecen abismos. Pero ahí están, en el Norte y en el Sur como hitos del poder del amor.
Cuando una historia es buena anda sola, la lleva la gente, la radio, el viento. ¿Fuiste a la estancia del amor? me preguntaron en una parada de la Ruta 40. Viajaba por la Patagonia áspera, en el norte de Santa Cruz.
Porque me gustan las historias de amor escuché la de Manuel y Cécile con atención. Primero me la contaron otros. Más tarde, la supe por ellos.
Manuel es un gaucho fuerte. Cincuentilargos, soltero, pocos dientes y muchos inviernos en el pellejo. Peón de estancia, jinete, cazador de pumas. Dicen que era un hombre de pocas pulgas, capaz de sacar un cuchillo en una pelea. No podría afirmarlo. Lo vi usar el cuchillo, pero para cortar milanesas porque Cécile no cocina.

Cécile Domens es francesa, anda cerca de los cuarenta, tiene sonrisa de niña. Fotógrafa, chica independiente, viajera. A los 23 se fue con una amiga a Mongolia. En una feria compraron dos caballos y así recorrieron las estepas más altas de la tierra. En Francia coordina viajes de fotógrafos aficionados. Haciendo un scouting de lugares para el próximo viaje llegó un día a una estancia de Santa Cruz. Sin perder tiempo se fue a conocer el campo a caballo con el gaucho que le asignaron: Manuel Pardo.
Él sin pasaporte y ella con varios llenos de sellos. A los cuatro días estaban juntos y al año siguiente había nacido Laure, una nena preciosa, salvaje, patagónica. Ella le dice Laure y él la Laura.
Manuel no se fue a París y Cécile no se vino completamente a la Patagonia áspera, pero siguen juntos. Ella regresó a Francia con Laure y trabaja allá entre seis y siete meses. El resto del año, durante el verano, viene a la Patagonia y vive con Manuel. Los meses que se queda en el campo recibe grupos de fotógrafos o escribe libros de fotografía.
Primero supe esta historia por otros, después me la contaron ellos, entre mates y bizcochos en una cocina pintada de celeste. Yo anotaba en la libreta y miraba para abajo porque todos teníamos pudor, de preguntar y de contar. Pero en un momento inesperado levanté la cabeza. Justo cuando se miraban con una cara chispeante de deseo, que parecía decir vas a ver cuando te agarre…
En su último libro, Elogio del amor, el filósofo francés Alain Badiou enfatiza el valor de la diferencia. “[…] El amor es verdaderamente confiar en la casualidad. Nos lleva a los parajes de una experiencia fundamental como es la diferencia y, en el fondo, a la idea de que el mundo puede experimentarse desde el punto de vista de la diferencia”.
Un segundo fue suficiente para ver que la historia de amor de Cécile y Manuel estaba viva y era posible. De las otras, de amores imposibles y corazones rotos, tendrán más información los que responden las miles de cartas que llegan cada año a la Casa de Julieta Capuleto, en Verona. Para escuchar esas historias, pañuelos descartables y un buen disco de fondo. Como The Juliete Letters, de Elvis Costello.
Esta columna se publicó esta semana en el diario La Tercera, de Chile.