Al Bar Arocena alguien se lo olvidó abierto en Carrasco. Quedó ahí, como una foto ajada, como un trasto viejo entre los restaurantes chic, las tiendas y heladerías de Carrasco, el barrio más tradicional de Montevideo. Quedó la luz prendida desde 1923 y apenas unos pocos la ven.
Está a una cuadra del Hotel Casino Carrasco, el famoso hotel que abrió en 1921 y celebró grandes banquetes y bailes, que cerró en 1997 empujado por el abandono, y que el año próximo será un cinco estrellas, después de varios años de recuperación y algunos millones.
El Bar Arocena tiene mesas en la vereda. Por la mañana y por la tarde los vitalicios del barrio las usan de oficina, para leer el diario, comentar noticias, arreglar el mundo.
Pelayo Arocena, nieto del fundador de Carrasco, es uno de ellos: tiene 81 años, manda cartas de lectores al diario El País, anda en bicicleta y vive en un garaje frente al mar.»No tengo ni una hectárea pero me considero el dueño de estas tierras, mi abuelo las fundó». Pelayo no sabe qué es wifi, pero recuerda los detalles de cada baile del Hotel Casino Carrasco. «En las noches de verano, yo bailaba con D’ Arienzo», cuenta.
Peter, “el alemán”, es otro cliente fijo. De ojos celestes y edad indefinida, el alemán vive en Montevideo desde que se jubiló, hace un par de años. Conoce boliches, trata de hablar español y recibe una semana más tarde el Argentinisches Tageblatt. Probablemente sepa qué es wifi pero no lo usa seguro. Ni tiene correo electrónico. Algunas tardes viene con su mamá, que tiene el pelo largo y gris, y toma Bailey’s.
El Arocena abrió en 1923 y tuvo varios dueños hasta que lo compró Roberto Mallón Orols, hace más de treinta años. Gallego de La Coruña, llegó en barco después de ver hambre en la España de postguerra. Su destino era Cuba, pero al final lo mandaron a Uruguay. Tenía 18 años.
Fue colectivero, panadero, taxista, mozo en Punta del Este y finalmente, dueño del bar que según revistas y locales, prepara el mejor chivito de Montevideo. «Para hacer un buen chivito hay que usar el pan tortuga tostado, lechuga, tomate, huevo duro, morrón, panceta, muzzarella, mayonesa, el único secreto: que la carne sea lomo», revela todavía con acento gallego. Le gusta contar su historia, pero más le gusta contar monedas. Hace montoncitos, las envuelve en papel, las guarda.
Al final de la barra de mármol hay una foto de los años cuarenta, donde posan cinco Amigos del Bar Arocena, satisfechos, con mulitas y perdices recién cazadas. En el Arocena (Arocena 1534), la vida todavía transcurre en blanco y negro, pero, ojo, que el bar no se quedó en el tiempo: abre 24 horas.
«El ómnibus llegó pasado el mediodía. La ciudad parecía un pueblo fantasma del Far West, unas casuchas amontonadas junto a la carretera; pero luego el ómnibus dobló a la izquierda, se internó por distintas callecitas y nos depositó junto a la agencia, en el aparente centro de la ciudad, bastante más extensa de lo que parecía desde la carretera.
[…] «El artista es un creador de símbolos porque la forma simbólica es, no solamente algo dentro de la estructura racional, sino aun del alma y de la materia, y surge formada como de una pieza; y de ahí el que tenga, en cierto modo, como un valor mágico, y obre sobre nuestra sensibilidad espiritual, directamente, sin necesidad de interpretación ni lectura; y por todas estas razones, en cuanto a forma, tiene un valor en sí. […]


Resulta que hace unos doscientos años, el río Paraná llegaba hasta el Convento de San Francisco, en Santa Fe, Argentina. Una vez, en una crecida, un camalote trajo un yaguareté, el felino más grande de América, que saltó por una ventana y se metió en una sala contigua a la iglesia.
Los Premios Lugares son una distinción que la
El último premio es fue para alguien que no conocía, hasta anoche. El hombre se llama