Es extraño pensar en un cementerio como un lugar de paso, cuando la mayoría de los que está ahí no saldrá nunca. Igualmente, aquella mañana gris me empujó a caminar por el cementerio de Montparnasse, que casualmente estaba cerca del hotel.
Los cementerios en París, se sabe, son una atracción turística más. Además de Montparnasse, Montmartre, Passy y Montrouge y otros, está Père Lachaise , el más grande y posiblemente, el que concentra más muertos célebres por metro cuadrado del mundo. Entre otros están: Balzac, Modigliani, Champollion, Yves Montand, Isadora Duncan, Edith Piaf y Jim Morrison, el Rey Lagarto, uno de los que recibe visitas más polémicas. Son polémicas porque los fans le rinden homenaje tomando alcohol y fumando hasta quedar knock out. Entonces, pusieron un guardia de seguridad solamente para cuidar esa tumba. A pesar de la medida, siempre hay escándalo. Hace un par de días, Kate Moss convenció al guardia para entrar después del horario de cierre y bailó sobre su tumba… hasta que la echaron.
Tan integrado está Père Lachaise dentro del circuito turístico, que existen expertos en necrofilia que plantean recorridos desde el humor negro hasta el erotismo o la Belle Epoque. Uno de los más famosos es Bertrand Beyern, autor de varios libros y creador de la «necrosofía», según él una filosofía inspirada en la muerte. Beyern hace recorridos guiados por Père Lachaise todos los domingos a las 14 (horario de invierno). Otro experto en cementerios es Philippe Landru, que mantiene una página con noticias necrológicas y de cementerios de Francia y del mundo.
Aquella mañana gris, entonces, caminé hacia Montparnasse. En la entrada me dieron un plano, uno de los más complicados que haya visto. No encontré ninguna tumba siguiendo sus indicaciones imposibles. Ni a Ionesco ni a Jean Paul Sartre, que está enterrado con Simone de Beauvoir, ni a Julio Cortázar ni al poeta peruano César Vallejo. Es decir, los encontré sí, pero después de vagar a la sombra de los esqueletos de los árboles muertos de frío.
Había poca gente, casi nadie, a decir verdad. Las primeras dos personas que ví parecían haber salido de un cuadro de Paul Delvaux, surrealismo puro. Un hombre y una mujer con tapados largos caminaban por la avenida principal del cementerio, cada uno arrastrando una valija con rueditas de tamaño cabina, de esas que son aceptadas como equipaje de mano. Ellla rubia y el pelado. Como si hubieran traído todo para quedarse juntos hasta siempre. Como se quedaron Julio Cortázar y Carol Dunlop.
Tardé poco más de una hora, pero al final los encontré, gracias a la ayuda de esa mujer rubia con ojos azules y cara sin tiempo. Ella me miró unos segundos y luego me preguntó desde lejos: ¿A quién buscas, a Jules Cortazar?
Me quedé pasmada. No sé si porque estaba en el cementerio o por su extraña expresión.
– Sí, ¿como lo supo?, mientras retrocedía sin darme cuenta… tanto que me tropecé con una tumba y de repente una corriente ártica me atravesó entera. La mujer me miró en silencio y después dijo:
– Conozco el lugar y él recibe muchas visitas, es famoso. Le pregunté si trabajaba en el cementerio y me dijo que no.
– Vengo siempre a ver a mi hermana, dijo, y bajó la vista. Entendí que tenía que irme.
El frío de la mañana era oscuro y la humedad de los caminos embarrados llegaba de los pies a la garganta. Volví a mirarla. La mujer, muy concentrada, removía la tierra que rodeaba la tumba de su hermana para plantar flores. Eran violetas de los Alpes, si mal no recuerdo.
Seguí sus indicaciones, me perdí –quizás fue por la emoción- y un rato más tarde, sobre un sendero perpendicular a la avenida central, los encontré. La tumba de Cortázar es austera. La de su mujer, Carol Dunlop, está más arriba. Las dos de mármol blanco, inmaculado. Las dos iguales, pero la de Cortázar tiene rastros de sus seguidores: cigarrillos, cartas, besos con rouge, una rayuela dibujada y monedas de Argentina y Chile. Me gustó un papelito arrugado y firmado por una mexicana que decía: ¿Por qué queremos tanto a Julio?
También encontré a Simone de Beauvoir y a Sartre llenos de ofrendas, y un callejón estaba el gran poeta César Vallejo, con cartas y flores y piedras y un maíz. El cementerio seguía con sus bóvedas y mármoles tallados y leyendas cargadas de tristeza. Como ese epitafio en la tumba de Jane Henriot en el cementerio de Passy: “Ella vino, ella sonrió, ella partió”.