Chinatown: pashminas, dumplings y «Lolex»

«¡Lolex, Lolex!», les dice el chino a los que pasan a su lado. Está parado en la esquina de Baxter y Canal, la avenida principal del Chinatown de Manhattan. Después de unos segundos entiendo que los lólex son Rólex truchos que vende en una oficinita al final de un pasillo largo.

Pero pocos lo pescan. Lo que más salen son las pashminas con dibujos búlgaros (si, ¡volvieron los búlgaros!) de todos colores. También hay anteojos, joyas y mujeres en estado de desesperación porque ¡llegaron los nuevos modelos de Louis Vuitton, Prada y Gucci a veintipico de dólares!

Como todos los barrios chinos, éste también es ruidoso, suena en chino, tiene un templo, olor a ajo saltado y una excelente pescadería donde Daniel Franco, un filipino con el que conversé un rato, viene cada jueves a comprar cangrejos vivos (3 por 7 dólares), langostinos, calamares, anguilas y los mejores frutos de mar que se consiguen en la ciudad.

Los mangos, frutillas, cocos, uvas  cuestan la mitad que en Midtown y son más reales. Me refiero a que la fruta no se expone lustrada y brillante como si fuera un anillo de oro ni se vende por unidad, como en el Midtown. Aquí, la fruta parece fruta. Para ingredientes frescos, la mejor calle es Mott, una de las primeras tres que formaron el barrio chino a mediados de 1800 (las otras dos, Bayard y la cortísima, Pell).

El Chinatown de Manhattan tiene alma de pulpo: si bien las calles principales están al Sur de Canal y al este de Broadway, también hay negocios y restaurantes y supermercados en el vecino Lower East Side. Y Little Italy, que es tan pequeño que parece que pronto se lo comerán con palitos. Entre los residentes legales y los ilegales, el Chinatown conforma la comunidad más grande fuera de Asia.

Además del templo budista con su enorme Buda sentado en una flor de loto, se puede visitar la Iglesia de la Transfiguración, que es la iglesia de los inmigrantes, y donde celebran misa las colectividades irlandesa, italiana y también china (hay sermón en cantonés). El MOCA (Museo de los Chinos en América), que cuenta la historia de la inmigración china a través de videos, fotos y objetos. Actualmente está en proceso de expansión, a fin de año abrirá en 215 Centre St., casi en el SoHo.

Sobre Canal y Mulberry encontré un supermercado ideal para comprar especias, tes deliciosos, candys con paquetes súperpop. El subsuelo está repleto de cerámica china y, mejor aún, japonesa. Hay fuentes, bowls, tazas y también implementos para sushi.

Hablando de comida, en Chinatown hay más de 200 restaurantes. En muchos, se pueden pedir los famosos dumplings de cerdo o el pato laqueado. A propósito, algunos creen que aquí es donde terminan los patos del Central Park en invierno…

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Excentricidades de Nueva York

El perro con botas, Bow Bridge, Central Park.

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Los patos del Central Park en invierno

«Era un taxi viejísimo que olía como si alguien hubiera acabado de vomitar dentro. Siempre me toca uno de ésos cuando voy a algún lado de noche. Pero más deprimente todavía era que las calles estuvieran tan tristes y solitarias a pesar de ser sábado. Apenas se veía a nadie. De vez en cuando cruzaban un hombre y una mujer abrazados por la cintura, o una pandilla de tipos riéndose como hienas de algo que apuesto la cabeza a que no tenía la menor gracia. Nueva York es terrible cuando alguien se ríe de noche. La carcajada se oye a millas y millas de distancia, y hace que uno se sienta aún más triste y deprimido. En el fondo, lo que me hubiera gustado habría sido ir a casa un rato y charlar con Phoebe. Pero, en fin, como les iba diciendo, subí al taxi, y pronto el taxista empezó a darme un poco de conversación. Se llamaba Howitz y era mucho más simpático que el anterior. Por eso se me ocurrió que a lo mejor sabía lo de los patos.
-Dígame, Howitz -le dije-. ¿Pasa usted muchas veces junto al lago del Central Park ?
-¿ Qué ?
-El lago, sabe. Ese lago pequeño que hay cerca de Central South Park. Donde están los patos. ¿ Sabe, no?
-Sí. ¿ Qué pasa con ese lago ?
-¿ Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando ahí ? Sobre todo en primavera. ¿ Sabe usted por casualidad dónde van en invierno ?
-Adónde va , quién ?
-Los patos. ¿ Lo sabe usted, por casualidad? ¿ Viene alguien a llevárselos a alguna parte en un camión o se van ellos por su cuenta al sur, o qué hacen ?
El tal Howitz volvió la cabeza en redondo para mirarme. Tenía muy poca paciencia, pero no era mala persona.
-¿ Cómo quiere que lo sepa? -me dijo-. ¿Cómo quiere que sepa semejante estupidez ?
-Bueno, no se enoje por eso.
-¿ Quién se enoja ? Nadie se enoja.
Decidí que si iba a tomarse las cosas tan a pecho, mejor era no hablar. Pero fue él quien sacó de nuevo la conversación. Volvió otra vez la cabeza en redondo y me dijo:
-Los peces son los que no se van a ninguna parte. Los peces se quedan en el lago. Esos sí que no se mueven. »

El guardián en el centeno, J.D. Salinger, 1951.

 

(A propósito, quizás en la continuación no autorizada de El guardián en el centeno -que escribió John David California y se lanzará el próximo 25 de junio, 60 años después de la original- Holden Caulfield -Mr. C, en esta nueva versión- logre averiguar adónde van los patos del Central Park en invierno.)

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Más instantáneas de Nueva York

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Mañanas elegantes

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Vajilla vintage en Fish’s Eddy

Escribo mientras como unas galletitas chocolinas. Las puse en un plato de loza blanca y  resistente, con una guarda de rombos verdes que dice The Plantation House en tipografía dorada. Lo compré hace unos días en Fish’s Eddy, un santuario de vajilla en Nueva York. O como dice su divertido slogan en inglés: Dish is the place.

Fish’s Eddy queda en Flatiron District, entre Chelsea y Gramercy Park, y se ha hecho conocido por vender vajilla vintage: platos, tazas, soperas, jarras, azucareras que alguna vez vistieron las mesas de elegantes hoteles y restaurantes que ya no existen o cambiaron el servicio.

La historia del lugar es más o menos así. Resulta que veinte años atrás, los dueños viajaban en una pick up azul por las rutas del oeste americano, iban a la pesca de rarezas. Al parecer, un día se toparon con un granero medio incendiado, donde no había quedado mucho. Sólo pilas de loza con siglas y guardas y nombres, pero sin usar.  Así empezó el negocio que hoy es un clásico en la ciudad para comprar vajilla para todos los días, platos que soportan el paso del tiempo (y también los incendios).

Entre los destacados de Fish’s Eddy se encuentran los cuchillos de la Primera Clase de Pan Am, a 10 dólares. Cuando se lo comenté a una tía vieja, me miró como si le hablara de algo más común que un vaso de supermercado. Y agregó: «Tendría que llevar los míos a ver cuánto me dan. No son de primera, pero están más limpios que los de esa foto. ¿Cómo van a vender eso? O mejor, ¿quién los compraría?», se preguntó en voz alta. Después, le conté sobre la cultura vintage y me prometió guardarme una bolsa de «tesoros».

Además de los oldies, que siempre están, Fish’s Eddy tiene diseños propios con el skyline de la ciudad, loza blanca básica, vasos de caperucita roja, colecciones de platos de vidrio de color, cubiertos y tazas para sopa. Descontando los objetos vintage que están de moda y son más caros, los precios de la tienda son lógicos y siempre hay sales.

Atención, el lugar tiene dos problemas: el primero, que es necesario andar con sumo cuidado porque todo, t-o-d-o, se rompe. El segundo, la tentación de querer comprar objetos difíciles de transportar.       

Lo más probable es que The Plantation House, la inscripción dorada de mi plato de chocolinas, haya sido de un hotel de los años setenta que en algún momento cerró sus puertas y remató la vajilla que, con el tiempo, fue a parar a un granero del Lejano Oeste. Y después llegó a Nueva York y ahora a Buenos Aires. Se lo ve saludable al platito, todo indica que seguirá girando.

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Oh, Jesus, hallelujah!

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Abyssinian Baptist Church, TOMA I. Es domingo a la mañana y llueve. Voy a escuchar un coro de gospel a este templo de Haarlem, que festeja sus 200 años. Tomo el M3 que va por la Third Ave. y después de un rato, cuando los rascacielos se terminan y hay más letreros en español y más negros y latinos en las calles llega Haarlem. Bajo en la 136 y Malcom X y camino dos cuadras hasta el templo.

En la puerta un gordo elegante, con traje gris y sombrero, les explica algo a unos turistas. Les habla fuerte, casi gritando. Dice que llegaron tarde, que las puertas se cerraron y no entra nadie más, que la próxima vez se levanten más temprano. Que para entrar a la ceremonia de las once de la mañana deben estar ahí a las siete. ¿No se dan cuenta que cada domingo llegan 500 personas y sólo entran 150? ¿Cuándo lo van a entender? ¿No lo dicen sus guías? Parece enojado y yo que pensaba preguntarle lo mismo. Mejor no pregunto nada. Sigo caminando hasta la esquina y veo unas 100 personas en fila, paraguas en mano, caras dormidas. ¿Ellos no sabrán lo que dice el hombre elegante y gritón de acá a la vuelta? ¿Por qué siguen esperando? ¿Pasará como en algunos recitales que en un momento abren las puertas y entran los que no tienen entrada? No creo, eso ya no pasa ni en los recitales. “Esperan, pero no van a entrar”, me dice un hombre que aprovecha la circulación de turistas para vender bijouterie barata.

– ¿Usted quiere entrar a la iglesia? -me pregunta el vendedor de aros.
– ¡Claro! -le respondo.
– Entonces, cómpreme un par de aros o algún perfume y yo la hago entrar- dice y abre una bolsa negra repleta de cajas de perfumes.

La situación me descoloca. ¿Una coima para entrar a la iglesia? Qué lejos hemos llegado. Al lado de este hombre, una mujer, le dice lo mismo a otros turistas. Que le compren algo, que quizás logra hacerlos entrar. Les dice: «Ustedes, los turistas siempre piden, ahora les toca dar. Vamos, ¿qué me van a comprar?»

Llueve y hace frío. Ya no sé si me importa escuchar el gospel, quisiera meterme en la iglesia aunque sea para no mojarme. Pero no de esta forma. Me doy la vuelta y empiezo a caminar hacia la avenida Malcom X, donde pasan los transportes. Antes, veo otra vez al reverendo de traje gris y sombrero.

jimbos– ¿Usted quiere entrar al templo? -me pregunta.

Esto ya es demasiado, ¿qué me pedirá este hombre?, por Dios. Le respondo que sí, que quiero entrar al templo.

– Entonces no venga un domingo, lady. Los domingos siempre sobra gente. Tiene que venir un miércoles. Llegue a las seis de la tarde, la ceremonia comienza a las siete y no tendrá problemas para entrar.

Antes de ir en busca del subway paro en Jimbo’s, una lunchería mexicana, que por lo que veo vive del rebote de la Abyssinian Baptist Church. Por lo menos los domingos por la mañana, el 80 por ciento de los consumidores de hot cakes y sandwiches de panceta quemada y huevo frito son turistas que no lograron entrar a la iglesia.

 

saintgeorgeAbyssinian Baptist Church, TOMA II. Miercoles, 18.30. Es la tercera vez que me equivoco de subway. Hasta que se entiende que algunos trenes son expresos y no paran en todas las estaciones y que otros se desvían, pasa un tiempo. Llego tarde. Me estresa pensar que una vez más no podré entrar al gospel. Estoy a punto de desist-ir y pensar otro plan. Al final decido insist-ir y voy. 

Me bajo corriendo y sigo corriendo las dos cuadras del metro a la iglesia. Lo primero que veo es que el vendedor de aros no está. Me alivia no verlo porque estaba dispuesta a preguntarle cuánto costaban sus chafalonerías. Tampoco hay turistas. No hay nadie, salvo unos skaters debatiendo algo que parece fundamental para la raza humana en las escaleras de una casa.
Quizás me confundí de día, pienso mientras abro la puerta de la iglesia. Adentro, una mujer con una sonrisa tan abierta como la puerta me invita a pasar. Que suba al primer piso, vamos que ya empieza la ceremonia. Después, todo pasa rápido: otra mujer negra de canas y falda con pliegos me hace pasar a la sala principal, otra de guantes blancos me ubica en un banco entre un viejo parecido a Morgan Freeman y una mujer joven, con jeans pegados a la piel y camisa blanca impecable. Recién salió de la peluquería, seguro: tiene dreadlocks finos que terminan en extensiones enruladas, ni un pelo fuera de lugar. Se podría ir de aquí a la pasarela.

Empieza la ceremonia, no el show, como le aclararon a una turista que preguntó si ahí era «el show de gospel».  A partir de este momento, entro en la experiencia religiosa más alegre de mi vida. El sermón es divertido, los fieles comentan mientras el pastor habla, yes sir, y nos reímos a carcajadas por las bromas que cuenta el ministro, que predica en esta iglesia hace más de veinte años y ha casado a varios de los que hoy están aquí sentados.

En el coro son quince personas, pero suenan con la potencia de un órgano medieval. Primero cantan todos juntos y después aparece esta mujer flaca con botas de charol a la rodilla, minifalda, saco negro ceñido y un micrófono en la mano. Podría ser la tapa de un video hot, pero está en el altar del templo y le canta emocionada a Jesus, su lord.  El Morgan Freeman que tengo a mi lado se para, aplaude y acompaña el ritmo con el cuerpo. Extensiones lo sigue y también las mellizas de cuádruple cadera del banco de adelante. La iglesia entera canta a los gritos y esto parece una fiesta. Animada por tanta alegría, también me paro, canto estribillos y aplaudo. Me río con Morgan, extensiones y las chicas de cuádruple cadera. Este gozo es más contagioso que la gripe porcina. Nos miramos emocionados, como viejos amigos. El ambiente está inundado de una energía valiente, que atraviesa las butacas y las biblias que están apoyadas en los bancos y pasa como una ráfaga por los increíbles peinados de los negros y recorre cada zócalo de esta iglesia y toca a los fieles en el corazón. Hallelujah!

Cuando termina la ceremonia, casi dos horas más tarde, todos estamos eufóricos, como si hubieran repartido latitas de Red Bull en la canasta de la limosna. Tengo ganas de pedir una entrevista con el pastor. Le voy a decir que me sumo a su iglesia, quiero creer en lo que ustedes creen, señor. Oh, yes.

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La sección en español de McNally Jackson

Javier Molea acomoda sus libros con una delicadeza que me recuerda a los tacheros de Buenos Aires, cuando plumerean su auto un sábado a la tarde. Quizás hasta guarde un plumero por ahí atrás, en algún cajón de la librería donde trabaja.

Molea es el director de la sección en español del bookstore del momento en Nueva York: McNally Jackson, la librería independiente del SoHo. «Hace unos días apareció en Time Out como uno de los lugares más cool de la ciudad, ¿lo viste?», me pregunta orgulloso.

La sección en español está en subsuelo, donde también se encuentran los libros de viajes y los de jardinería. Bajo por curiosidad, para ver qué tienen. A propósito, la sección en español de la famosa librería Strand me pareció olvidable. En McNally Jackson me sorprendo por la variedad y curiosidades. Me quedo un rato mirando, leyendo lomos de libros. Están Roberto Bolaño y César Aira, que también se los encuentra, claro, en inglés y en la mesa de recomendados. Schwob, Benjamin, Bourdieu, Sontag, y varios libros de poesía de Pen Press Ediciones. Veo a Octavio Paz, Juan Rulfo, Sergio Pitol, Tomás Eloy Martínez, Fogwill, Guillermo Martínez, Julio Ramón Ribeyro, Kawabata.

Acaso para controlar quién merodea su territorio, se acerca Molea y nos ponemos a conversar. Me cuenta que es uruguayo y que trabajó en librerías y distribuidoras en Montevideo y Buenos Aires hasta que se mudó a Nueva York, en 2002. Está en la librería desde que Sarah Mc Nally, una antigua editora, la abrió en 2004. La sección en español fue creciendo poco a poco hasta convertirse en un rincón respetable y consultado. Me cuenta Molea que en un mercado dominado por la literatura cubana y dominicana, él logró crear un rincón rioplatense en el SoHo. Y de verdad que se nota, ¿cómo si no hubieran llegado hasta allí ejemplares de Alejandro Dolina o Leo Masliah? Algunos autores le mandan sus libros directamente a él, sólo para que tengan un lugar en los estantes de la librería.

Además de coordinar -y plumerear- su rincón, Molea mantiene el blog de su sección, guía un grupo de discusión literaria los sábados a mediodía y organiza eventos con escritores, los viernes a las 19 en la librería. A sus charlas con escritores viene bastante gente de la comunidad hispana en Nueva York. Andan muy bien estos encuentros, sólo tienen un pequeño inconveniente, muy latino por cierto: la puntualidad. Me cuenta que a los demás eventos de la liberería, los autores llegan media hora antes, hacen una previa, preparan su exposición. «En cambio, mis autores llegan ¡media hora tarde! Acá no pueden entenderlo, ya me preguntaron varias veces, Javier, ¿por qué no llega en hora tu gente?»

No recuerdo qué les respondió Molea, pero imagino que no habrá sido sencillo explicar este detalle de personalidad, una concepción más salvaje del tiempo, una desprolijidad que se está domando de a poco.

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Instantáneas de Nueva York

 

 

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El viaje de Violeta ya comenzó

 

violetsuitcase

¡Bienvenida al mundo, chiquitina!

 

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