Mi MoMA privado

Mi MoMA privado tiene dos pisos: el cuarto y el quinto. Esa es mi estación, ahí me bajé y pasé todo el día. Los folletos dicen que en el cuarto piso hay «Pintura y escultura desde 1940 a 1970» y en el quinto, «Pintura y escultura de 1940 a 1970». Esos nombres fríos guardan increíbles muestras de calidez y ferocidad y expresionismo abstracto y arte pop y obsesiones y vidas dedicadas a la exploración.

 

Este cuadro de Jackson Pollock está en la sala 20 del cuarto piso. Se llama Number 31 y fue realizado en 1950. Para hacerlo Pollock se tiraba al piso y volcaba la pintura a veces directamente de las latas y pomos y otras con pinceles, con las manos, con todo el cuerpo en el acto de creación. Lo pongo primero porque el caos, la tensión armónica, la violencia, la madeja interminable y el ruido que se percibe ahí adentro forman parte de mi imagen de Nueva York.

 Willem de Kooning es un pintor holandés, expresionista como lo manifiesta en Woman I, la pintura de esta mujer desbordada en su propia carne, con una ferocidad animal y unos dientes que recuerdan a Tiburón III.

En el cuarto piso hay collages de Robert Rauschenberg, el explorador del arte que murió el año pasado y aseguró, entre otras cosas, que «no hay razón para no considerar al mundo como una pintura gigante«.

Todavía en el cuarto piso se ven geometrías rojas de Rothko, dibujos de Joseph Beuys y las famosas sopas Campbell de Andy Warhol, uno de los cuadros más fotografiados.

Del quinto piso fue difícil irme. Estaba cansada, me dolían los pies. Pero no había manera: entre Picasso, la gitana dormida de Henry Rousseau y Giacometti me agarraban de los brazos.

 Mi preferido de Giacometti: El Palacio a las 4 Am, una escultura que describe la fragilidad de las relaciones humanas con madera, vidrio y unas delicadas estructuras que están todo el tiempo a punto de venirse abajo.

En el quinto vi también los interiores empapelados de Vuillard; aCézanne, Gauguin, Seurat, los primeros pintores modernos. Una sala entera de Picasso (incluye Les Demoiselles d’Avignon restaurado) , una extraña naturaleza muerta con perritos de Gauguin,  las sombras que pintó Matisse en alguna terraza de Marruecos, los nenúfares interminables de Monet, la ciudad vacía y asustada de De Chirico, los sueños esfumados de Marc Chagall, el pescado con luna de Paul Klee y un bello retrato de Frida y su monito negro, Fulang Chang. 

Cerca del final, descubrí un cuadro de Piet Mondrian que no está pintado con sus clásicos colores primarios rojo amarillo y azul. Es un óleo constructivista colores pastel, rosa y celeste, y después de mirarlo un rato encontré notas, como diría un sommelier, del animé japonés

 La noche estrellada de Vincent Van Gogh no estaba en el museo y me molestó. Según decía el cartel, se encontraba de gira por Amsterdam. Por suerte, en el retrato de Joseph Roulin, el cartero amigo y compinche de Vincent, quien lo acompañó al hospicio St. Paul después del episodio del corte de la oreja, se pueden ver a plena luz, destellos de esa noche estrellada.  

 Hay más pisos, claro. Está el sexto donde por estos días se exhibe «Tangled alphabets» (Alfabetos Enredados), una excelente muestra temporaria del argentino León Ferrari y la brasileña Mira Schendel, y el tercero, donde vi una buena exposición de fotos sobre el Oeste Americano. 

El MoMA abre todos los días menos los martes. Cierra temprano, a las 5.30, menos los viernes que hay tarde gratis, de 16 a 20. Detalle: si es un día de lluvia hay mucha, mucha gente y la fila es en un lugar sin techo, asi que mejor llevar paraguas. El resto de los días la entrada cuesta 20 dólares. La entrada da derecho a ver durante ese día los films expuestos.

La tienda de la entrada y la que está enfrente -con un mini Muji adentro- suelen tener buenos libros de arte en oferta, además de curiosos objetos de diseño, como un práctico tenedor-cuchara creado originalmente en el restaurante Sugakiya de Japón, para comer la sopa de noodles china.

 (Este post está dedicado a mi amigo Ed)

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La nueva Libertad

dellslibertySon las once de la mañana y Staten Island está llena de turistas. «Menos que siempre, son tiempos de crisis», me dice un marinero latino que hace el viaje desde Battery Park -cuesta 12 dólares y también se puede bajar en la vecina Ellis Island– en un barco que transporta 800 pasajeros. Ni uno más. Los cuentan con un cuenta ganado y en el que me tocó viajar había 799. Entonces, un par de marineros se pusieron a gritar en busca del último, un pasajero solo. ¿Alguien viaja solo? Curiosamente no había nadie. El mínimo eran dos. Conclusión: no se pasaron, viajaron con uno menos.

Después del 9/11, la típica visita a la Estatua de la Libertad es más corta. Uno se baja del barco y rodea la estatua con paseo con buenas vistas de Manhattan también. Ya no se puede subir o bueno, se puede pero sólo hay capacidad para 2500 personas por día, y es preciso anotarse previamente o llegar muy temprano el mismo día.

La vuelta es amplia y además de mirar a la bella dama uno trata de buscar un ángulo sin tanta gente para la foto. Mientras doy la vuelta, veo algunos que posan con una botella de agua mineral en un lugar justo para que parezca que la estatua tiene una botella en lugar de la antorcha. Como si la libertad tuviera sed. Saco fotos y me sacan, todas con ese fondo simbólico.

Sin duda, la instantánea más increíble es la de este post. Una pareja de coreanos, él saca le fotos a ella parada a la manera de la estatua  y sosteniendo un objeto difícil de identificar. No es una botella de agua ni un pañuelo. La curiosidad me lleva a acercarme más y más. ¿Qué es eso?, me pregunto mientras camino. Unos segundos antes de que crean que quiero meterme de prepo en su foto o asaltarlos a plena luz del día, descubro que se trata de una computadora. La mujer posa con una Dell en caja nueva, recién comprada.

Después de sacar la foto me di la vuelta medio frustrada y confundida.  Miré la foto en el visor: La nueva Libertad.

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Memorabilia de John Lennon en el SoHo

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«Hace dos años mil años todos hubiéramos querido vivir en Roma… y ahora Nueva York es Roma. Aquí es donde está la acción». Eso dijo Lennon y ése es el espíritu de la muestra creada por Yoko Ono, que se inauguró hace unos días en el anexo neoyorquino del Rock & Roll Hall of Fame, y recrea los años del músico en Nueva York a través de objetos poco conocidos.

El anexo del museo de Cleaveland queda en una calle empedrada y cool del SoHo, Mercer 76, a dos cuadras de la estación Spring del Subway, línea verde, y cerca de la exclusiva y carísima marca de básicos A.P.C.

La muestra de Lennon ocupa la última sala del museo. Aunque es una única sala, la gente suele quedarse un buen rato, porque es fanática o para amortizar los 24 dólares que cuesta la entrada.

El gran espacio blanco recuerda el Bed- In que la pareja hizo en el Hilton de Amsterdam para promover la paz durante la Guerra de Vietnam. En lugar de haber una cama, aquí hay vitrinas con objetos y documentos que pertenecieron al cantante. (Yoko también coló alguna poesía y dibujo). Está el piano negro de Steinway & Sons que Lennon tuvo en su departamento del edificio Dakota y, entre otros, los manuscritos de «Just like starting over», «Good», Sometime in NYC» y «Whatever gets you thru the nignt».  También hay bancos para sentarse a escuchar música, se pueden ver dos videos, los documentos que muestran su batalla legal para que no lo deporten de Estados Unidos, una campera verde de rezagos militares, un par de guitarras con historia  y un autorretrato donde Lennon se dibujó como Estatua de la Libertad, pero en lugar de tener una antorcha en la mano, muestra el símbolo del poder negro: la mano en alto y el puño cerrado.

tshirtSe ve el libro «Grapefruit» de Yoko Ono, que inspiró al ex Beatle para escribir «Imagine» y la remera con la inscripción de New York City, la de esta famosa foto tomada en 1974 por Bob Gruen, el fotógrafo de rock que cuenta que ese día estaban haciendo una serie de tomas de John en Nueva York cuando a él se le ocurrió quitarle las mangas a la remera y se las cortó ahí mismo, con una navaja que llevaba en el bolsillo. Así surgió esta foto donde Lennon posa como un newyorker, con el horizonte de edificios de Manhattan atrás.  

Para muchos Lennonólogos, Yoko incluida, John Lennon era un neoyorkino, amaba Nueva York, la atmósfera 24 horas que se respira en la ciudad y ese sentimiento de privacidad que se puede lograr aún en público. Para ellos, John pasó sus mejores años en Nueva York, donde vivió desde 1971 hasta el 8 de diciembre de 1980 cuando lo mataron.  A propósito, el objeto más polémico de esta exhibición está al final, cerca de la salida. Es la bolsa que le entregaron a Yoko Ono en el Hospital Roosevelt donde el cantante fue atendido.

«Me devolvieron a John en una bolsa de papel madera. Quiero que el mundo sepa eso», dijo Ono. La viuda y artista también afirmó que el número de muertos por armas en Estados Unidos desde que mataron a Lennon se eleva a 932.000 y esa cifra excede a los soldados muertos en la Guerra de Vietnam.

Al lado de la bolsa con los restos de Lennon hay un pizarrón blanco con un marcador negro colgando y un cartel que dice: «Firmen aquí los que apoyan leyes de armas más estrictas en Estados Unidos. Cuando esta muestra termine se le entregará junto a un petitorio al presidente Barak Obama«. Cuando visité la exposición, unos días después de inaugurada, el pizarrón blanco ya estaba lleno de firmas.

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Los caminos de Bob Dylan

Mientras Dylan gira por Europa con 68 años, su último disco suena en Nueva York y se vende en todos los Starbucks. «A capuccino and Together through life, please».

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John Berger y Nueva York

«Como idea moral, como abstracción, Manhattan tiene un lugar en la mente de todos. Manhattan representa: oportunidades, el poder del capital, el imperialismo blanco, el glamour, la pobreza; todo depende de la visión del mundo de la persona que piense en ello. Manhattan es un concepto. También existe. Al andar por sus calles, el visitante queda asombrado al principio por la fuerza y la debilidad de sus fantasías previas. Y de este asombro surge una paradoja. Son al mismo tiempo calles soñadas y las calles más reales que haya visto en su vida (no ofrecen nada detrás de lo que hay).

[…] Aquí no hay detalles simbólicos. Lo que ves es lo que ves; nada más. El significado es el lugar donde te encuentras. No hay significación oculta, no hay un sentido interno.

[…] Las calles se usan, se manchan de la misma forma que los interiores. Las escaleras, las barandillas, las bombas de inendios, los bordillos, no han envejecido por el uso constante durante un largo período de tiempo. Más bien han sido rotos, estropeados, en momentos de violencia sucesivos, como el lavabo de los urinarios públicos, la puerta de una celda, la cama de una pensión.

[…] Lo que separa a la gente (o la encierra) son los cerrojos y, en el caso de los vencidos, la desesperación. Entre el Bowery y Wall Street o el Bowery y Madison Avenue, el viajero avanza entre unas sogas invisibles, tendidas a la altura de la cintura en los espacios abiertos. Estas sogas mantienen separados a los indigentes; están hechas con su propia desesperación. Esta no constituye un secreto; está a la vista, en los ladrillos inyectados y encerados con porquería,los cristales rotos , las tiendas tapiadas con tablas, las esquinas desportilladas en los umbrales, sus propias ropas de vagabundos sin edad, sin sexo.
Hay muchos lugares en el mundo, ciudades y pueblos, en donde los desvalidos son más numerosos que en Manhattan. Pero aquí, los indigentes no tienen siquiera con lo que hacer una súplica muda. No son nada más que lo que parecen. No son nada más que su indigencia.

[…] Sería incorrecto decir que Manhattan es el escenario más puro del capitalismo moderno. Menos de un quinto de la población trabajadora está empleada en la manufactura. Pero sí que es el escenario más puro de los reflejos, modos de pensar, compulsiones e inversiones psicológicas del capitalismo. Se pueden encontrar aquí todos los modos de su incansable energía, crueldad y desesperación.

[…] Manhattan está habitada por unas gentes resignadas a verse diariamente traicionadas por sus propias esperanzas. De aquí procede su incomparable ingenio, su cinismo y lo que se ha dado en tomar como su realismo.
Y, sin embargo, el realismo no resulta confirmado por el lugar en sí mismo. La neutralidad u «objetividad» del entorno físico ha desaparecido. Se ha proyectado en él demasiado. Las esperanzas o la desilusión han creado prejuicios a favor o en contra de todas y cada una de las partes de la isla, por muy geométricas que sean, por muy gastadas que estén. Es como si la isla fuera un sueño o una pesadilla vista simultáneamente por cada uno de sus habitantes

 

El sentido de la vista, John Berger, Alianza Editorial.

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DUMBO, sin trompa pero con vistas

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DUMBO (Down under the Manhattan Bridge Overpass) es uno de los lugares con mejor vista de Nueva York. No es una vista de altura, como las clásicas desde el Empire State o el edificio Rockefeller. Pero es una gran panoramica, gratis y más local.

El que se ve en la foto es el puente de Manhattan y caminando hacia el sur se llega hasta el histórico Puente de Brooklyn. A la zona se trasladaron artistas y profesionales jóvenes que viven en lofts reciclados. Hay cafés, algunos restaurantes y depósitos donde los fines de semana funcionan ferias de diseño, exposiciones y venta de ropa. Se nota que la zona fue recuperada hace poco: es posible caminar por los parques sin chocarse los codos con otros turistas, como pasa un fin de semana en el SoHo.

Todavía más allá -aún con la tarjeta de viajes ilimitados en metro, uno siempre camina y camina y camina en Nueva York- la Brooklyn Promenade, un paseo con vistas del puente. Para almorzar o cenar, Brooklyn Heights, un barrio donde dan ganas de quedarse a vivir un tiempo.

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El bar de Rose Mary

Me gustaron las luces de neón de la vidriera. Decían Rose Mary’s en fucsia y verde, y estaban rodeadas de flores, también de neón. Por eso entré en ese pub de Williamsburg, una zona de Brooklyn que se ha puesto de moda y hoy tiene hoteles y restaurantes y eventos y cafés y negocios de ropa vintage recomendados en las guías de Nueva York.

Williamsburg es un barrio donde es más común moverse en skate que en auto. Pero hoy no voy a contar de Williambsburg. Este post es para Rose Mary.

No había mucha gente en el bar. Algunas mesas de hombres solos, una pareja en el fondo, flores de plástico colgando del techo y un hombre que tomaba. Eddy, escuché que lo llamaban. Tenía una gorra de béisbol negra, una campera motoquera con un fuego bordado en la espalda, cerca de setenta años y una mano que durante un rato largo repitió tres movimientos: acercar el vaso a la boca, empinarlo y apoyarlo otra vez en la barra.
Eddy llevaba la mirada del oeste lejano en los ojos. Parecía que miraba el desierto, aunque estuviera viendo el último video de U2. Podría haber sido camionero, pero seguramente es de Brooklyn y después de trabajar toda su vida en una fábrica, se retiró y no tiene mucho que hacer salvo tomar. Durante todo el tiempo que pasé en el bar de Rose Mary, Eddy nunca dejo de tomar. Una dos, tres, siete cervezas. Sin apuro, casi sin moverse. Ni bien terminaba, apoyaba el chop en la barra y al mismo tiempo siete dólares, dos más del precio de la cerveza. Eran para Janet, la bartender que pasó los sesenta y estaba atenta a poner la próxima cerveza bajo las narices de Eddy. Pero hoy no voy a contar de Eddy. Este post es sobre Rose Mary.

En una punta de la barra, una señora con un pelo enorme, alto y rubio sobre la cabeza se reía con un grupo de gente que la rodeaba. Llevaba un traje celeste, aros dorados y aspecto de abuela. Cuando nos invitó una ronda de cerveza a todos, me enteré que era la dueña de Rose Mary, el bar que llevaba su nombre. El nombre que le puso su padre, que abrió el bar en 1954. Cuando ella tuvo edad suficiente empezó a trabajar en el negocio familiar, el bar, claro. “Teníamos muchos clientes, mi padre trabajaba en una punta de la barra y yo en la otra, cada uno con una caja registradora”, me contó después Rose Mary.
Cuando el padre murió le dejó el bar a ella, que nunca dejo de trabajar.
“Durante años, muchos, más de cuarenta, estuve detrás de la barra, he visto muchas cosas, han pasado tantas historias por delante de mis ojos”. En la mirada de Rose Mary no había desierto. Se veían millones de lucecitas, como si tuviera un cielo estrellado adentro de los ojos. No cualquier cielo: el cielo de Miami.
Ahora, a los 76 años, ya no trabaja detrás de la barra, pero vive arriba del bar y no puede evitar bajar un rato cada noche. “Ya no es como antes. Antes eran todos clientes, ahora no conozco a nadie. Bueno, a casi nadie”, me dijo y lo miró a Eddy que seguía inmóvil, en su desierto privado.

Rose Mary’s – Everybody’s Bar Everyday

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James Carter en Blue Note

 

Esta noche, en Blue Note, el tradicional club de jazz de Nueva York se presenta James Carter con John Medeski en el organo, Adam Rogers en la guitarra, Christian Mc Bride en el bajo y Joey Baron en la bateria. Un lujo para quien este cerca. A las 20 y a las 22.30.

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Té de Obama, en L.E.S.

Uno de los barrios con más onda de Nueva York es el Lower East Side o L.E.S., al este del barrio chino.

Hasta hace unos diez años, era una zona de inmigrantes judíos, donde se vendía ropa barata, insumos para restaurantes y cosas chinas. Pero el avance desaforado de cool, que conquistó y recicló los lofts de Tribeca, también llegó hasta aquí.

Pero con el tiempo, el Lower East Side ha mutado. Ademas de judíos, chinos y latinos, hoy viven y trabajan profesionales jóvenes, y es un punto de diseño, con cada vez más galerías de arte. Todavia no es el Soho ni el East Village, pero sigue ese camino. Hay negocios vintage donde se consiguen vestidos y carteras y zapatos de los anos 70 (entre 50 y 80 dólares), una tienda de juguetes eroticos (un consolador de Hello Kitty cuesta 40 dólares), peluquerías chic, el Tenement Museum sobre la inmigración, bares con café expreso y varios restaurantes con precios aceptables (en general más baratos que en el Midtowon).

En Noodle Bar, un buen restaurante de cocina del sudeste asiático, tienen un menu de tés. El más popular, me cuenta el camarero, es el Obama 44, que tiene té negro de Kenia, manzana, mango y canela. Lo tienen como se puede sospechar por el nombre, desde la asunción del 44 presidente de Estados Unidos. No fue idea de ellos, se los propuso la compañía que les vende el té. Al dueño le parecio bien y hoy es el té que más venden. La taza cuesta 2,50 dólares y la tetera, 4,5. Es frutado, especiado y con buen color.

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Strand, casi 30 kilómetros de libros

En la primavera de Nueva York florecen los tulipanes y los cerezos, la gente se saca por fin las bufandas y los pesados sacones que lleva en invierno. Todo parece maravilloso hasta que comienza la lluvia. Varios días de cielos grises, agua y más niebla que de costumbre.

Para los turistas, nada de Central Park ni planes outdoors. Es el momento justo para meterse en una librería grande, como Strand. El problema de Strand, la antigua libería del Greenwich Village es cómo salir.

Su logo es «18 miles of books» que traducido son 28,9 kilómetros de libros. También tiene el título de ser la librería de rarezas más grande del mundo. Eso se nota antes de entrar: hay varias repisas con ofertas de un dólar, donde se pueden encontrar catálogos de remates de Christie’s y novelas hasta un curioso libro de fotos y textos breves con el título: Bodas de los 90. Un fotógrafo de sociales se dedicó a sacar casamientos, todos los fines de semana  durante un año. El libro comenta las bodas, todas con los nombres de los involucrados, y muestra fotos en blanco y negro. Ya es difícil salir de los estantes de un dólar y pasar a la librería. Pero una vez adentro, salir es casi imposible. Aunque duelan los pies.

 En 2007 , Strand cumplió 80 años. Antiguamente estaba a la vuelta de la ubicación actual, en una calle conocida como la cuadra de los libros porque tenía varias librerías. Con el tiempo fueron reemplazadas por bancos y seguramente por alguna sucursal de la popular cadena de farmacias Duane Reade. Hoy, la única que queda es Strand, un negocio familiar atendido desde el comienzo por sus dueños, la familia Bass.

Hace poco le hicieron una entrevista a Nancy, la hija de Fred Bass, que ahora maneja la libreria. Ahí contó que una de las piezas más valiosas -40.000 dólares- es una copia del «Ulises», firmada por Joyce y Matisse, que la ilustró.

Tres pisos y un subsuelo, para browsear, como dicen los latinos, libros y más libros: de arte, de fotografía, de historia, de cocina, ciencia ficción, de matemáticas, de todo. Hay mesas de bestsellers, de ofertas, de buenas ideas para hacer regalos, de menos de 10 dólares, de ficción y de no ficción. Todas tienen cartelitos con los libros recomendados por el personal, más de 200 empleados con cara de lectores voraces. En el subsuelo hay discos y películas, también con buenas ofertas.

Cuando salí despues de varias horas de internación, sentí que me faltaban los pies. Por unos segundos, la sensación fue placentera. Pensé que quizás los kilómetros de libros me habían hecho volar. Pero en el primer semáforo, el de Union Square, me di cuenta que no los sentía por el dolor. (En Strand se lee de pie).

Igual quiero volver. Y hoy puede ser un buen día: a las 18.30 entrevistan a Chuck Palahniuk.

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