Por amor a… ¡Pomaire!

Pomaire es un pueblo de tradición alfarera a una hora de Santiago de Chile. Se fabrican platos, fuentes, cuencos, ollas y más utensilios de greda. Una loza especial que puede ir al horno y también sobre fuego directo. Para los que no usamos microondas, una herramienta imprescindible en la cocina.

Pomaire tiene un par de cuadras que los turistas caminan de ida y vuelta en busca del cuenco que mejor se adapte a su estilo de vida. No son caros y cuidándolos (jamás sacarlo de la heladera y ponerlo sobre el fuego porque se raja) duran mucho, duran años, duran más de una vida. El recuerdo del pueblo viene a propósito de una separación. Lamento interrumpir el momento culinario. En este cuento, como en los jardines zen, uno atraviesa distintos terrenos.

Cuando soñaban que estarían juntos toda la vida, los ex novios hicieron viajes y compraron souvenirs con el dinero de los dos porque todo era de los dos y ellos eran uno en los años dorados del amor.

Así fue que en Pomaire compraron cinco cuencos y dos fuentes. A último momento se les ocurrió agregar cinco cuencos más pequeños. “¡Podrían servir para postre!”, dijo ella entusiasmada. Con la loza de Pomaire en la cocina vivieron felices… unos años. Hasta que una nube negra como el humo del volcán islandés (o como el monster de Lost, cada uno elija su favorita) los rodeó y no pudieron ver nada más. Ni siquiera su amor.

Entonces se pelearon, gritaron y estallaron de furia. Pero los alaridos no alcanzaban para expresarla. Por eso, ella tomó un cuenco de Pomaire, que casualmente estaba en la pileta porque siempre lo usaban, y lo tiró por el aire. Y el cuenco voló. Siguió con otro y otro y otro. Uno a uno, los bowls de greda volaban y caían… en el sillón.

– ¿Cómo en el sillón? –le pregunté a la separada en cuestión cuando me contó esta historia. Me había imaginado una pelea espectacular, con dimensiones hollywoodenses y cuencos hechos trizas en el suelo.

– Si, en el sillón. Calculé la distancia para que no cayeran el piso. ¿Qué creías? Estaba preparada para separarme pero no para deshacerme de las cerámicas de Pomaire. ¡Eso sí que no!

(Escuché esta historia comiendo unas lentejas en uno de los cuencos de greda que se salvó de aquella pelea -semi- espectacular)

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Al ver verás

Esta roca está en el centro del Lago Posadas, en Santa Cruz, Argentina. Para llegar hay que desviarse un par de kilómetros de la ruta provincial 95. El cartel que lo indica dice El Arco, el nombre oficial. Pero desde que Pedro Fortuny me contó qué ve, ya no distingo un arco. Si siguen leyendo es posible que les suceda lo mismo. Lo que Fortuny ve es… un dinosaurio que fue a tomar agua al lago y se quedó petrificado. ¿Lo ven?

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Mi puma privado

Todos los que después no creerán esta historia van montados a caballo, abrigados porque es otoño y el otoño en la Patagonia es frío.

Pardo lleva la delantera, con cinco perros. Cuando puede, galopa entre las matas negras, unos arbustos tiesos como alambres que resisten la dureza de este lugar, igual que él.

Amanece. Las nubes se ven rosas, de un rosa flamenco, más típico de un cartel publicitario en Miami que de esta tierra lejana y solitaria.

Allá atrás, en el horizonte asoma el cerro de Mie, con parches de nieve. Unos dicen que se llamaba cerro de Miel y que con el tiempo perdió una letra. Otros creen que el verdadero nombre es cerro de Mierda porque cuando se tapa, viene la tormenta. En los mapas, se lee cerro de Mie.

Mi caballo sigue al de Pardo, parece la sombra. Bastante más atrás vienen otros dos jinetes, al paso. Me detengo a sacar unas fotos del paisaje estepario. Dos de los perros ladran y se largan a subir la meseta. Me pregunto si habrán visto una libre. Uno se queda abajo, con las patas estiradas y la cabeza erguida, en posición de ataque. Entonces levanto la vista y lo veo.

Arriba, dominando la meseta desde la altura, un león mira con desgano la escena de los perros y los caballos y se da la media vuelta. No somos suficientes para él, uno de los felinos más grandes del mundo. En la Patagonia le dicen león, pero el nombre es puma americano. Vive en todo el continente, desde Canadá hasta Argentina y Chile, y no tiene predadores. Por eso se sentirá lo máximo.

Tardo en entender que es un león de la montaña. La visión dura diez segundos, qué digo diez, fueron menos, tres quizás.

Ni bien lo veo creo que es uno de los perros de Pardo. Vuelvo a mirar y el león ya no está. Entonces entiendo que los perros de Pardo son oscuros, no del color de la estepa de pastos amarillos. Además están cerca de los caballos como si se cobijaran bajo las faldas de la madre porque han visto algo que los tiene asustados.

Excitada, llamo al resto de los jinetes, intento explicar lo ocurrido. De repente, me siento como una de esas pastorcitas que vio a la virgen. Creen que miento. Me miran como si necesitara anteojos, como si fuera una chica de la Capital que leyó que hay pumas y está tan obsesionada por ver uno que lo inventa.

«Debe ser un guanaco», dijo uno de los incrédulos. «Pero tenía la cola larga», replico. «¿No le sacaste una foto», dice el otro y siguen. Ya no escuchan. Los jinetes se adelantan, no les interesa mi descubrimiento. Hace tiempo que la foto es la prueba de la verdad, quizás por eso hasta los celulares vienen con cámara. Ahora voy atrás, los perros también se fueron. Me quedo sola en el campo inmenso. Aunque no tan sola, sé que mi puma privado anda por acá.

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Domingo en Súper 8

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Los 148 cóndores de Peto Rivera

Había una vez, hace no mucho, un gaucho libre que se llamaba Peto Rivera.

Entre los años 70 y 2000 vivió en el oeste de Santa Cruz. Hasta que se degolló de un navajazo. Tenía 52 años.

Descendía de chilenos y se casó con una rusa en Argentina. Peto se crió en el campo y de joven fue a estudiar a Río Grande. Un día cualquiera lo dejó todo y volvió al campo, a la estepa inmensa de cielos nublados. Cada vez más adentro, cada vez más solo. Into the wild. Vivía en toritos, como se les llama en el sur a los refugios hechos de palos, en la zona del Parque Nacional Perito Moreno. Tenía caballos, cuidaba vacas, fumaba el cigarrillo hasta quemarse los dedos.

En el último tiempo casi no hablaba con nadie, aislado en su mundo. Pero antes de caer en la soledad, Peto Rivera era un gran contador de historias. La gente que lo conoció todavía recuerda algunos cuentos alucinantes que para él no eran cuentos sino parte de sus aventuras reales. Esas historias fueron pasando de boca en boca, y hoy circulan y mantienen vivo el mito de Peto Rivera. De todas las que escuché, ésta es la que más me gusta. No me dijeron un título así que le voy a poner uno: Los 148 cóndores de Peto Rivera. Y dice más o menos así:

«El día que me fui a caballo por el bosque había empezado a nevar. Nevó todo el día y toda la noche. En un momento, había nevado tanto que no se veían las copas de los árboles. Fue imposible seguir avanzando: el caballo estaba ciego, yo también. Cuando estuve en el suelo, agarré el cuchillo y con todo el dolor del alma maté a mi caballo, lo abrí y me metí adentro. Hice un fuego entre las vísceras y cociné la carne del matungo.

A medida que pasaban los meses de aquél invierno, la fui comiendo. Casi no salí del interior del alazán y logré sobrevivir. Un día, dejó de nevar, al día siguiente salió el sol y poco a poco los cóndores se acercaron a comer la carroña del caballo muerto. Yo me escondí atrás de un árbol y cuando ellos bajaban a picotear los cazaba y los ataba a un árbol. Con el cuero del caballo hice tientos y cada cóndor tenía uno colgando en la pata.

Cuando junté 148 cóndores, me agarré de los tientos y salí volando con ellos. Desde el aire observé el campo, el bosque, los cerros, los lagos, la hermosa estepa infinita. Después de volar más de una hora, los cóndores me dejaron en el pueblo. Necesitaba comprar harina y grasa para las tortas fritas. Mientras caminaba al almacén vi cómo se alejaba la bandada como una columna negra y poderosa en el cielo azul. Todos tenían el tiento colgando. Por eso, si vas por la Patagonia y ves un cóndor con un cuero colgando, ojo que es uno de los míos».

Dicen que cuando Peto terminó de contar esta historia, los paisanos le preguntaron si no tuvo frío. Entonces él repitió una frase que siempre decía: «Escuché hablar del frío, pero nunca lo conocí».

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Teo Romera, un motero español en la ruta 40

A Teo Romera lo conocí en Bajo Caracoles, un pueblo mínimo en medio de la ruta 40, Patagonia, Argentina. Bajo Caracoles es una parada donde la gente toma un café, compra una golosina, descansa del ripio furioso.

Teo venía de la Cueva de las Manos, enfundado en su traje de motoquero, luchando con el viento que soplaba desesperado. Hablamos un momento. Me contó que es español, de Madrid, que alquiló la moto en Chile, que hace unos días que viajaba con una pareja de marplatenses y que en la 40 los planes no sirven. «Un día hay barro; otro, viento y el siguiente tienes un problema en una rueda. He comprobado que aquí no se puede planificar nada», me dijo medio resignado, medio sorprendido, medio ofuscado, medio feliz.

Tuve ganas de seguir hablando, pero Bajo Caracoles es ante todo un cruce de caminos, así que tocó seguir viaje. Me esperaban 300 kilómetros de ripio. Hubo tiempo para pensar en muchas cosas. Me imaginé el viaje de Teo, qué lo habría traído tan lejos, cómo sería su vida en España y decidí que quería saber más. Como me había pasado su blog, unos días atrás le mandé algunas preguntas que él respondió con dedicación, sentido del humor y hasta un toque de poesía. A continuación, la mirada de un motoquero en busca de su destino.

¿A qué te dedicás en Madrid?
Soy ingeniero informático, trabajo como gestor de proyectos en la Universidad Rey Juan Carlos. En el día a día se traduce en consultoría para empresas, coordinación de proyectos, edición de publicaciones técnicas, coordinador del un máster… menos barrer el suelo, cualquier cosa. Viajaba mucho, ganaba bien y me hice muchos amigos. Pero dejé el trabajo en diciembre pasado para re-enfocarme. A veces estás tan ocupado nadando en la corriente que pierdes un poco la perspectiva de a dónde quieres llegar. Entonces hay que salir a la orilla y volver a mirar el paisaje.

¿Desde cuándo te gustan las motos?
A diferencia de muchos moteros, no tuve interés en tener moto hasta los 24 años. La motivación original concreta no sabría precisarla. Aunque creo que tuvo algo que ver con la ruptura de una relación sentimental de 6 años. Uno de repente tiene tiempo libre y cambia unas curvas por otras para que sentir el viento y renovar el aire de los pulmones.
Pero una vez en ello, pronto me di cuenta de que la moto no era un fin, sino un medio. Un medio para viajar. Creo que ya nunca podré desengancharme de viajar en moto. Viajar en moto todavía guarda cierto romanticismo y aires de aventura. No te teletransporta como los aviones ni te aísla del camino como los trenes y a diferencia de los coches, te obliga a guardar tú mismo el equilibrio. Puede sonar pedante pero creo que en versión moderna, es lo que más se acerca a la imagen romántica de un jinete cruzando la llanura a caballo como se hacía antaño.

¿Cómo se te ocurrió hacer este viaje? ¿Por qué la 40?
Se me ocurrió hacer este viaje porque es de esos que hay que hacer en algún momento. Cuando me vi con tiempo libre, supe que haría uno de los grandes viajes que tienes siempre en mente. Elegí Patagonia porque siempre me habían fascinado lo grande, solitario, los aires de  aventura que evoca el mismo nombre… me parecía un buen lugar para alejarse de lo cotidiano, disfrutar y pensar.
Para los moteros Europeos, la ruta 40 en Argentina, la ruta 66 en USA, Cabo Norte en Noruega, Namibia, la Carretera Austral en Chile, el Grossglockner en Austria, Andermatt en Suiza… bien por las curvas, bien por la aventura, bien por lo remoto… son todo mecas del viaje en moto. Carreteras míticas.

¿Cómo fue eso de alquilar la moto en Chile? ¿Recomendarías la empresa?
La moto era de Motoaventura, una empresa Chilena. Sí, costaba más o menos 120 dólares al día. Lo cual es mucho dinero para mi sueldo. Pero es buen precio si comparas. La empresa es seria, las motos están impecables y el trato es perfecto. Muy buena gente. Una BMW F800GS, una auténtica maravilla. La tuve durante 19 días: recogida en Punta Arenas y devolución en Osorno.

¿Cómo describirías la ruta? Cuando nos cruzamos me dijiste que era impredecible, ¿será como la vida (je)?
Sí. Tienes razón. Es un lugar donde el ritmo no lo marcas tú. Para alguien como yo que viene de la ciudad, esclavo del reloj y las fechas de entrega, las planificaciones y los presupuestos, toparse con la ruta 40 es un choque con la realidad. Sobre todo viajando en moto. Sientes que ya no eres dueño de tu tiempo. Que es la misma ruta, con sus vientos, sus guijarros, sus contratiempos y sus distancias la que va a decidir por ti. Es como entrar en un espacio controlado por alguien mucho más grande que tú, que se ha empeñado en demostrarte que se puede vivir sin reloj, sin prisa y sin presión y si te nota impaciente te hará ir más despacio hasta que entiendas que el tiempo es solo una invención y la vida, como decía el grandísimo Bill Hicks «its just a ride».

¿Qué te llamó la atención de tu paso por la patagonia?
Todo! Para mi, viniendo de Europa, hasta el más mínimo detalle me parecía exótico. Pero destacaría lo vasto de los lugares y la belleza de los paisajes. Si tuviera que elegir lugares concretos me quedaría con El Chaltén, Torres del Paine y el tramo de la Carretera Austral en Chile entre Chilechico y Futaleufú, bordeando el Lago General Carrera.

¿ A cuántos km por hora vas?
Bueno, eso depende de la carretera. Cada ruta tiene su velocidad. Yo no soy un experto en conducción off-road, así que en el ripio rara vez pasaba de 80 o 100 kms/h haciendo medias diarias por lo general de 60 kms/h. En el ripio Chileno se puede ir un pelo más rápido. En asfalto pues, procuro mantener 120 o 130 kms/hora. Medias diarias  de 85 kms/h aproximadamente. No me gusta correr demasiado.

También me comentaste que estabas en eso de buscarte a vos mismo, ¿podrías explayarte?
Jajaja… sí, te lo dije. Y también te dije que allí no había manera de encontrarse, que solo había piedras, viento, cielo y tierra. Pero es una broma, la verdad es que ha sido una experiencia muy positiva. En mi caso el viaje tiene dos objetivos. Primero, sacarme un momento del camino que estaba recorriendo, porque no estaba seguro de si es el que quiero. Pararlo todo por un momento y retirarse a pensar suele ser buen método para pensar nuevas ideas. Sin distracciones. No estaba seguro de que mi ritmo de trabajo fuera el adecuado ni de cómo lo estaba afrontando y pasarme 16 horas al día delante de un ordenador en una vida rutinaria, ahora mismo no me parece aceptable.
En segundo lugar, estoy estudiando (entre otras muchas opciones) la posibilidad de trabajar en alguna empresa de viajes en moto. Aunque todavía es una idea por madurar, la experiencia de este viaje me viene muy bien para esto.

¿Sabés qué vas a hacer cuando llegues a España?
Tengo varias opciones. Me han ofrecido un par de cosas parecidas a lo que hacía. Pero no estoy seguro de qué podrá ser. Tampoco sé si ahora podría recuperar mi trabajo (ni si querría). Además está el tema de las motos, que me gustaría explorarlo a ver si es factible.

¿Alguna reflexión final?
Sí. Que he aprendido mucho con este viaje, en el aspecto práctico y en el humano. Pienso que viajar con gente es la mejor manera de conocerla bien y si eso es cierto, puede que viajar solo, que es como viajar con uno mismo, es una buena manera de conocer a… uno mismo.
Una cosa está clara: a la Patagonia hay que traer menos equipaje y venir más despacio. Así lo haré la próxima vez.

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El reggae místico de Matisyahu, en tour

El 13 de este mes, el músico judío Matisyahu se presenta en el Gran Rex; el 15 en la Vieja Usina, en Córdoba, y el 17 en el Complejo Metropolitano, en Santa Fe. La gira sigue en Chile, Perú, Colombia y Estados Unidos. ¡Bienvenido!

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A propósito de Cineclub

El otro día necesitaba una segunda opinión. Le mostré dos fotos a un amigo y le pregunté cuál le parecía mejor. «Me gustan las dos… ¿Por qué siempre hay que elegir?», dijo después, como si lanzara la pregunta al Universo.

No aclaró mucho más y eligió una foto. En el momento su pregunta me desconcertó. Pero esa noche, después de ver una película en donde alguien tuvo que elegir entre la vida y la muerte, se abrió otra dimensión de las decisiones y recordé la pregunta de mi amigo.

Estoy leyendo un libro muy bueno que se llama Cineclub, de David Gilmour. El argumento es más o menos el que sigue. Un padre preocupado por su hijo adolescente que es pésimo en la escuela, y harto de perseguirlo para que haga la tarea le propone asumiendo el riesgo del caso, que deje el instituto. Las condiciones son dos: 1) que no se meta en drogas 2) que tiene que ver tres películas por semana con él. Durante más de un año, padre (crítico de cine desempleado) e hijo ven películas sin parar. Además de mostrar la relación entre los dos y las mil puertas en la cabeza que construye el cine, la película es un viaje alucinante por las mejores películas.

En todos los capítulos uno tiene ganas de volver a ver una y otra, ésa y aquélla. Uy, ¿te acordás? La cuestión es que ayer quise volver a ver Crímenes y pecados, una vieja de Woody Allen. La vi hace más de diez años. Recuerdo que me había encantado y casi nada más. La alquilé y me volvió a encantar. ¿A qué viene el cuento?
A esto: en un momento de la película responden en algún sentido la pregunta universal sobre las elecciones con este texto, que le mandaré ahora mismo a mi amigo:

«Todos nos enfrentamos en nuestras vidas con decisiones agonizantes, elecciones morales. Algunas son a gran escala. La mayoría de las decisiones son menores. Pero nos definimos según las decisiones que tomamos. De hecho, somos la suma de nuestras decisiones. Los eventos se desarrollan tan impredeciblemente, injustamente. La felicidad humana no parece haber sido incluida en el diseño de la creación. Sólo nosotros, con nuestra capacidad para amar le damos sentido al Universo indiferente. Y sin embargo, la mayoría de los seres humanos parece tener la habilidad de seguir intentando e incluso encontrar placer en las cosas simples, como su familia, su trabajo, y en la esperanza de que las próximas generaciones quizás entiendan más«.

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Panorámicas del oeste de Santa Cruz

RP37, camino al Parque Nacional Perito Moreno

Inmediaciones del cerro León, Parque Nacional Perito Moreno

Lago Belgrano desde la cumbre del cerro León (1470 m)

Vuelta del Cerro León, Parque Nacional Perito Moreno

Paso Roballos, ruta a Cochrane, Chile

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Perito Moreno… ¿el glaciar, el parque o el pueblo?

Francisco Pascasio Moreno es nuestro héroe explorador, naturalista y ¡diputado! Un héroe sin uniforme y con ideas, que recorrió la Patagonia desconocida a fines de 1800. Arbitró como perito para definir los límites con Chile, y cuando el gobierno argentino lo recompensó con 25 leguas de tierra por su destacado trabajo, él las donó para que fueran conservadas. Ahí se creó el Parque Nacional Nahuel Huapi, el primero de Argentina.

El reconocimiento y gratitud al gran Perito llevó a usar su nombre desenfrenadamente. Es cierto que suena extraño, utópico, estar orgulloso de un diputado, comprobar que no actuó en beneficio personal sino para el bien común. Pero también es cierto que es turísticamente complicado explicar que en una misma provincia haya un Glaciar Perito Moreno, un Parque Nacional Perito Moreno y una localidad Perito Moreno. Eso sin contar alguna calle, una remisería, la tienda de souvenirs y seguro que me olvido de algo.

El ejemplo que contaré le sucedió a unos extranjeros, pero se podría aplicar a más de un argentino distraído en la clase de geografía. Antes de contarlo, una aclaración sobre los tres lugares. (Harían falta un pizarrón y un mapa):

Glaciar Perito Moreno. Antiguamente conocido como Ventisquero Perito Moreno, es uno -el más cercano- de varios glaciares (Spegazzini, Upsala, Onelli, entre otros) que integran el Parque Nacional Los Glaciares, a 80 kilómetros de El Calafate. La mayoría de las veces, cuando alguien vuelve de viaje dirá: «¡Estuve en el Perito Moreno!» y no «¡Estuve en Los Glaciares!» De alguna forma, el uso revela la admiración colectiva por este señor comprometido.

Parque Nacional Perito Moreno. Queda a 464 kilómetros de El Calafate, hacia el Norte, por la RN 40 y después por la RP 37. Es uno de los parques menos visitados de Argentina.
El famoso secreto bien guardado que, según cuentan, ni siquiera los guardaparques quieren promover. Dicen que por eso el cartel de entrada no está sobre la RN 40. Pocos saben que adentro están el Lago Belgrano y el cerro León (1470 m); que hay guanacos, cóndores y pumas. Casi nadie sabe, además, que la entrada es gratis, igual que los dos campings, el del lago Burmeister y el del Rincón.

Este parque del oeste de la provincia, muy cerca del límite con Chile, no tiene nada que ver con los glaciares. Sin embargo, hay sitios Web que confunden a sus lectores ilustrando una nota  informativa sobre el parque con ¡una foto de los glaciares!

Perito Moreno. Es una localidad de unos cuatro mil habitantes, a 632 kilómetros de El Calafate.

Este año se llevará su tajada de fama porque las obras de asfalto de la Ruta 40 que la conectan con Bajo Caracoles están casi terminadas. Muchos la usan como base para visitar la Cueva de las Manos (a unos 200 km), que gracias al Cielo, no se llama Perito Moreno.

Ahora sí, la pequeña anécdota que me contó Edit, la cocinera de Sierra Andía un parador nuevo sobre la ruta 37,camino al Parque Nacional Perito Moreno, que a propósito tiene vistas espectaculares sobre el valle del Río Belgrano y vende combustible las 24 horas.

Resulta que una madrugada la despertaron unos extranjeros con golpes fuertes en la ventana. Estaban nerviosos y desorientados buscando… ¡los glaciares! Ella tuvo que explicarles lo del nombre repetido y contarles que el glaciar Perito Moreno estaba lejos, en otra dirección.

(La remisería está en El Calafate y ¿adivinen cuál es el recorrido más vendido? Sí, el viaje al Perito Moreno, el glaciar).

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