Paisajes urbanos: el departamento

Me gusta vivir en un departamento porque es lo más parecido que conozco a una caja fuerte, y en la Argentina violenta de hoy es mejor dormir blindado. Porque la losa radiante del living renueva cada invierno mi fe en el calor de hogar. Y porque es la excusa perfecta para no quedar como una descariñada cuando me preguntan por qué no tengo un perro. Me gusta vivir en un departamento porque siento que soy parte de algo, por lo menos de un edificio.

Vivo en un departamento y no en una casa por la misma razón por la que compro en un supermercado y no en la tienda de la esquina: prefiero el anonimato de las grandes cadenas a la rutina de saludar a don José o, bueno, al chino Lin, todas las mañanas. Adoro los departamentos porque a pesar de vivir sola estoy acompañada. Mi piso es el techo de los vecinos de abajo. Los siento tan cerca que no es necesario verlos, como a los amigos del Messenger.

Me gusta vivir en departamento porque los días de temporal las persianas se golpean contra el vidrio, el viento sopla endemoniado y siento que estoy en medio de una tormenta, a bordo de un buque en altamar. […] Y porque cada vez que vuelvo de una reunión de consorcio sumo un personaje nuevo a mi próxima novela.

Más razones de mi defensa a los dptos en este número de Etiqueta Negra, dedicado a la Arquitectura.

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Claude Levi-Strauss (1908-2009)

«Odio los viajes y los exploradores. Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones. Pero, ¡cuánto tiempo para decidirme!… Hace quince años que dejé el Brasil por última vez, y desde entonces muchas veces me propuse comenzar este libro; una especie de vergüenza y aversión siempre me lo impedía. Y bien, ¿hay que narrar minuciosamente tantos detalles insípidos, tantos acontecimientos insignificantes? La aventura no cabe en la profesión del etnógrafo; no es más que una carga; entorpece el trabajo eficaz con el peso de las semanas o de los meses perdidos en el camino; horas ociosas mientras el informante se escabulle; hambre, fatiga y hasta enfermedad; y siempre, esas mil tareas ingratas que van consumiendo los días inútilmente y reducen la peligrosa vida en el corazón de la selva virgen a una imitación del servicio militar…
No confiere ningún galardón el que se necesiten tantos esfuerzos y vanos dispendios para alcanzar el objeto de nuestros estudios, sino que ello constituye, más bien, el aspecto negativo de nuestro oficio. Las verdades que tan lejos vamos a buscar sólo tienen valor cuando se las despoja de esta ganga. Ciertamente, se pueden consagrar seis meses de viaje, de privaciones y de insoportable hastío para recoger un mito inédito, una nueva regla de matrimonio, una lista completa de nombres ciánicos, tarea que insumirá solamente algunos días, y, a veces, algunas horas. Pero este desecho de la memoria: «A las 5 y 30 entramos en la rada de Recife mientras gritaban las gaviotas y una flotilla de vendedores de frutas exóticas se apretujaba contra el casco». Un recuerdo tan insignificante, ¿merece ser fijado en el papel?»

Así comienza Tristes trópicos, el libro que el gran antropólogo francés escribió después de sus viajes a Brasil. Se publicó en 1955.

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Mi ofrenda de muertos

Finalmente elegí la biblioteca, un lugar de respeto dentro de la casa. Ahí está mi ofrenda para mis abuelos, con sus flores frescas, la sal, sus caballitos de tequila auspiciados por Paquita La del Barrio, un Partagás y un Romeo y Julieta, incienso, velas, papel picado, collares y anillos, plantas, jabón y paño para asearse, un espejo y unas catrinas para que los acompañen en su viaje.  

Lala era fanática de los viajes, de los brownies y de los scons. Los que están en ese cuenco de barro  fueron hechos por mi madre con su receta. A propósito, son una delicia y bastante fáciles. La dejo aquí abajo por si alguien se anima:

Scons Lala: 300 g de harina y 100 g de manteca, deshacerlo bien. Hacer un hueco en la mesada y poner 1 huevo,4 cucharadas de azúcar y algo de leche o agua fría. ¡No amasar! Sólo unir, aplastar y marcar. Diez minutos de horno moderado.

¡Y qué vivan los muertos, pues!

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Cómo armar un altar para el Día de Muertos (II)

Los usos y costumbres, el ingenio de los deudos y el amor por los muertos hacen que cada altar sea único. Pero la  tradición del Día de Muertos en México señala ciertos elementos que un altar debería incluir, y sus significados:

Agua. Después de tan largo viaje, desde la ultratumba, las ánimas necesitan reponerse y el agua es vital. Y es un elemento de purificación. Además, en otro recicpiente, se coloca agua al lado de un jabón, una toalla y un espejo para que se refresquen.

Sal. Un cuenco de cerámica o vidrio con sal, para que el cuerpo no se corrompa.

El cirio. La llama que celebra el paso a lo desconocido. Muchos colocan cuatro cirios en cruz, como los puntos cardinales, para que los muertos puedan orientarse en su viaje de vuelta al más allá. Las velas funcionan como luz guía.

Copal o incienso. Perfume que aleja a los malos espíritus. Se usa desde tiempos prehispánicos para purificar los ambientes y a las personas. Se coloca en el último nivel del altar.

Flores. Las flores blancas significan pureza y ternura. Pero las más usadas son las amarillas, llamadas cempaxóchitl, que significan riqueza, flor de oro. Antiguamente se usaban como medicamento para conservar la vida y alejar la muerte.

Calaveras. Simbolizan a la muerte, que siempre está presente. Se distribuyen en todo el altar.

Pan. Aunque las panaderías llegaron con los colonizadores, el pan es un elemento fundamental en el Día de Muertos. Ese día cuando los parientes y amigos llegan a la casa donde se armó el altar, se les convida pan. Para esta fiesta se prepara el pan de muertos, un pan dulce que se hornea con forma de cráneo espolvoreado con azúcar. También se prepara un pan redondo relleno de anís. Y roscas y panes con la forma del cuerpo humano conocidos como muertitos.

Calabaza. Con el maíz, el frijol y el chile, la calabaza es parte de la base de la comida mexicana. Se aprovecha el tallo, las flores, los frutos y las semillas. Para el Día de muertos, se suele preparar dulce de calabaza.

Comida. Se prepara una jarra de chocolate puro y luego los platillos típicos mexicanos: mole, tamales, elote, calaveritas de muerto. El día 2 de noviembre, los deudos se reúnen en la casa donde está el altar para compartir la comida.

Retrato. Se incluye una foto del difunto para recordarlo.

Papel picado. papel picado es una representación de la alegría festiva del día de muertos y del viento.

Arco. Un arco o un marco rodeado de flores en lo más alto del altar simboliza la entrada al mundo de los muertos.

Muchos altares están adornados con guirnaldas de papel crepe, de color morado y amarillo, un eslabón de cada color, alternandos. El morado representa la muerte y el amarillo la vida. A través de este adorno se ve la delgada línea existente entre la vida y la muerte.

(Gracias Juan Carlos Melgar, Israel Alatorre y Cecilia Irasema por los valiosos datos aportados para este post)

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Cómo armar un altar para el Día de Muertos (I)

Este año no podré estar en México para la celebración del Día de Muertos, así que he decido armar un pequeño altar en mi casa, para que las ánimas que hagan el viaje a este mundo encuentren sus esencias y platos preferidos, y una casa fresca y limpia donde descansar.

Se cuenta que, cada año, en noviembre, el alma de los difuntos tiene permiso para regresar a al mundo de los vivos y disfrutar de los manjares que le ofrendaron.

Si bien no soy creyente, me atraen las tradiciones populares y, particularmente, la manera alegre en que recuerdan a los muertos en México, tan diferente al drama implantado en el Cono Sur.

He visto varios altares cuando estuve en Mixquic un 1° de noviembre, hace un par de años. Pero no recuerdo todos los elementos que había y me gustaría hacerlo lo más fiel posible.

Entonces, les pregunté a varios amigos y amigos de amigos, por teléfono y por email: ¿Qué debería incluir un altar de muertos?

 Mientras me llegan las respuestas y encuentro en mi departamento la esquina para representar esta tradición, va una poesía de Nezahualcoyotl, rey de Texcoco, que vivió entre 1402 y 1472.   

 ¿A dónde iremos?

¿A dónde iremos
donde la muerte no existe?
Mas, ¿por esto viviré llorando?
Que tu corazón se enderece:

Aquí nadie vivirá por siempre.
Aún los príncipes a morir vinieron,
Los bultos funerarios se queman.
Que tu corazón se enderece:
Aquí nadie vivirá para siempre.

 

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Londres, por la ruta de Los Beatles

Si tuviera pelo -quiero decir, más pelo- me imagino que Luis Ini usaría flequillo, como ya usó alguna vez, y como usaron Los Beatles en algún momento.

El periodista es fan de los Fab Four y cuando fue a Londres, no se perdió el Magical Mistery Tour, una caminata con guía tras sus huellas. A continuación, su relato y sus fotos sobre ese recorrido imperdible.

Con la edición de la discografía remasterizada de The Beatles, no es mala idea recorrer Londres, donde se fraguaron esas gemas de la música, y caminar por donde caminaron John, Paul, George y Ringo. Un nostálgico paseo por un tiempo de flequillos, psicodelia y, claro, yeah! yeah! yeah!
Un fan de la historia del grupo podrá por reconstruir los mismos pasos, pero también, es posible hacer The Beatles Magical Mistery Tour, una caminata con guía que parte los domingos y jueves a las 11 de la mañana, y los miércoles a las dos de la tarde y dura poco más de dos horas. La entrada cuesta 7 libras y el lugar de encuentro es la entrada a la estación del tube (subte) Tottenham Court Road.
Richard Porter guía el paseo, explica y da mucha información. Tiene puesta una camisa de mangas cortas, con un estampado que reproduce caleidoscópicamente los rostros de Los 4.
La primera parada está cerca del punto de salida, en Soho Square (plaza), frente a MPL Communications Ltd., la productora de uno de los dos sobrevivientes, Paul McCartney, y donde Porter parece haber hecho guardia para obtener la foto que muestra con orgullo y donde se lo ve junto a Maca, eso sí, ambos más jóvenes.
A pocos metros de allí, en Saint Anne’s Court, está la puerta de los Estudios Trident Sound, donde se grabó, en julio de 1968, Hey Jude, y también, célebres canciones, como Rapsodia bohemia o Your song, de Elton John. Por allí pasaron además The Rolling Stones, Marc Bolan o Lou Reed.

Caminando recto se llega a Broadwick Street, lugar de un hito curioso: el acceso al baño público subterráneo para caballeros, donde Lennon, en su primera aparición pública con sus lentes redondos, hizo un cameo en un famoso show televisivo inglés de los 60, protagonizado por el actor Dudley Moore.
Por esa misma calle llegamos al corazón de la movida de esos años: Carnaby Street. Si no fuera por un gran mural que adorna una de las paredes que hace esquina con Carnaby, en donde aparecen muchas personalidades conectadas con el barrio -aunque curiosamente ninguna “beatle face”-, hoy es una breve calle comercial, de unos quinientos metros.
En el número 8 de Argyll Street está The London Palladium, donde muchos consideran que nació la beatlemanía el 13 de octubre de 1963, cuando la banda se presentó por primera vez para la televisión.
Al lado de The London Palladium estaba NEMS Enterprises, las oficinas de Brian Epstein, el malogrado manager del grupo, muerto en 1967. Allí hubo momentos célebres, como la multitudinaria conferencia de prensa que dio en 1966 George Harrison para anunciar su boda con Pattie Boyd, o la entrevista en la que John Lennon desató una histeria fundamentalista al asegurar que “The Beatles son más populares que Cristo”.

Desandando Argyll Street, hacia la derecha y al frente, se extiende Kingly Street. En el 9 de esa calle, hoy sede del bar The Miranda Club, funcionaba The Bag O’Nails (Bolsa de clavos), un night club muy frecuentado por los muchachos, y donde Paul conoció en 1967 a Linda Eastman, su esposa hasta la muerte de ella.
Cerca, Saville Row es la calle donde más sastrerías por metro cuadrado debe haber en el mundo. Allí, en el número 3, funcionaron desde 1968 hasta 1972 las oficinas de Apple Corps, un emprendimiento beatle que buscaba destinar el dinero que se llevaba el fisco (un 95% en impuestos, y que Harrison describió en su canción Taxman, “19 para mí uno para ti”) hacia artistas que necesitaran una pequeña ayudita de sus amigos.
Fue precisamente en el tejado de este edificio, el 19 de enero de 1969, donde The Beatles hicieron su última aparición pública como banda, una célebre secuencia – incluso con la policía interrumpiendo el show – que está en el film Let it be.
Antes de caminar hacia la estación de tube que lleva hacia la zona de los estudios Abbey Road, una pasada por la cercana joyería Asprey –hoy llamada Asprey & Garrard-, en el 135-9 New Bond Street. Allí se filmó una escena de Help!, en la que se intentaba quitar del dedo de Ringo el anillo ritual por el que era perseguido por una secta asiática.

Otra anécdota de la joyería cuenta que durante la filmación de esa película, Lennon caminaba por esa calle cuando vio que cientos de fans se le acercaban. Entró en Asprey con la idea de escabullirse por la puerta trasera; para justificar su estadía allí, que no duró más de treinta segundos, compró joyas por 600 libras esterlinas, a dinero de hoy, unas 10.000.
Si los Beatles hubieran generado una religión, su máximo lugar de veneración, su Vaticano, Jerusalén y Meca sería Abbey Road, una calle ubicada al noroeste de Londres, en un barrio señorial de elegantes jardines y mansiones. Se puede llegar por la línea gris llamada Jubilee, y bajar en la estación Saint John’s Wood.
Después, basta caminar por Grove End Road. Seguro que hay muchas otras personas caminando y todos buscan lo mismo: llegar al mítico paso de cebra inmortalizado en el último álbum en estudio de la banda. Está en Abbey Road Street, al girar a la derecha. Veinte metros más allá, sobre la calzada de enfrente, se ven los estudios, lugar de retortas y elucubraciones mágicas, desde donde se impulsó una frase con eco universal: Todo lo que necesitas es amor.

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Vacaciones en la Patagonia

La última revista Lugares trae un especial de la Patagonia, ideal para los que piensan viajar en las próximas vacaciones. (A continuación, un poco de autobombo).

¿Qué se puede leer? Una nota sobre Villa Pehuenia, que escribí después de un extenso recorrido por la zona.

Cerca del límite con Chile y a orillas del lago Aluminé, el pueblito cumplió 20 años en enero y sigue creciendo. Cada año suma nuevos hoteles y mantiene muy buenos restaurantes, como La Cantina del Pescador, donde Sebastián Mazzuchelli prepara truchas grilladas, con papas y tomates asados, en risotto, en rolls con piñones y milhojas de papas. También, cocina ciervo y cordero relleno de hongos. Los platos rondan los 45 pesos y son una delicia.

El Circuito Pehuenia, con una parada en Moquehue, para comer un alfajor en la Hostería La Bella Durmiente y conocer el camping de montaña Trenel, con parcelas bien separadas y un canopy sobre altos coihues, frente al lago.

También hay un artículo sobre el Parque Nacional Lanín: el Huechulafquen, el Paimún, los nuevos restaurantes de San Martín de los Andes y el rafting en el río Hua Hum. Otro sobre la ventosa Patagonia austral, un viaje desde El Calafate hasta Río Gallegos por la Ruta 40, entre estancias, lagos turquesas y caballos salvajes.

Por último, un recorrido por La ciudad del Fin del Mundo, a orillas del Beagle, con rincones poco explorados en los alrededores. Hasta fin de mes, en los kioscos.

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Brasil ecológico: nuevas rutas para observar aves

Me gusta observar aves. No tanto por espiar sus costumbres y dibujarlas con lápiz en libretas de campo, como seguramente hacen muchos de los 48 millones de observadores de aves que existen en el mundo.

Lo que más me motiva es la sorpresa del descubrimiento. El instante en el que la veo inmóvil en una rama o en vuelo hacia la copa de un árbol.

Hace un par de semanas regresé de Bonito, una región en el estado brasileño de Mato Grosso do Sul que vive del ecoturismo.  

Hay tantos paseos y excursiones que es difícil decidir cuál hacer. En eso estaba, preguntando, marcando y tachando paseos cuando una guía, hija de guía y prima de guía y amiga de guía, me dijo: «No dejes de ir al Buraco das Araras». Tomando en cuenta su linaje, seguí la indicación.

El Buraco das Araras es primero que nada eso, un buraco, agujero en portugués, donde hay papagayos (araras). En este caso son araras vermelhos, como los de la foto.

El buraco es un pozo enorme de cien metros de profundidad, que se abre en medio de la vegetación. Hace menos de treinta años varias familias de papagayos que vivían entre las paredes rojizas. Pero después, poco a poco, el buraco se fue convirtiendo en un basural. Se tiraban fierros, algún auto que no servía. Como era un sitio bastante retirado del pueblo más cercano, hasta se usó para guardar cadáveres resultantes de peleas y duelos. Merodeaban los cazadores, al parecer no sólo de aves. Por las dudas, los papagayos huyeron. Y el buraco quedó abandonado por más de diez años.

Con el envión del ecoturismo, el lugar se revalorizó y transformó 29 de sus 100 hectáreas en una Reserva Privada del Patrimonio Natural. Los nuevos propietarios de la fazenda, con la colaboración del Ejército y los Bomberos, limpiaron el basural, la vegetación volvió a crecer y, lentamente, las aves recuperaron la confianza y regresaron. Desde hace un tiempo el Buraco das Araras forma parte de un nuevo circuito por seis campos para observar aves en el área de Serra da Bodoquena, donde hay más de 450 especies.

Las estrellas de este lugar son las 40 parejas de araras vermelhas que tienen sus nidos en los acantilados rojizos de piedra arenisca. Pero también vale estar atento a otras aves, en el lugar hay 127 especies.

Bergson Sampaio, el que mira por el visor en la foto, es uno de los guías que acompaña a los turistas por la senda de un kilómetro que lleva a los miradores. El tipo es el que abre la tranquera de la fazenda, todos los días a las 5 de la mañana. En sus caminatas tempranas  ha visto no sólo araras y otras aves, también cobras y un hermoso lobo guará, que no puede olvidar. Es un fanático de los animales y especialmente de las familias de araras que viven en la fazenda, como él.

Mientras regresábamos por el sendero, justo antes de ver una pareja de tucanes y dos colibríes, Bergson me contó que hace unos meses empezó a trabajar en una suerte de documento de identidad para cada papagayo, sacándole una foto de la cara, donde el ave tiene la marca que las distingue.

En el camino de vuelta, además de pájaros, nos cruzamos con varios turistas que llegaban desde lejos a ver las aves en su hábitat natural. Como varias estancias o fazendas de la región de Bonito, hasta hace  no mucho tiempo ésta vivía del ganado. Hoy vive del ecoturismo, particularmente del birding, como suele llamar a la observación de aves. La entrada que incluye una caminata con guía a dos miradores cuesta 13 dólares; el día completo, 35.

Octubre es el mes mundial de las aves y una buena época para iniciarse en esta actividad, que suma esta nueva ruta donde se pueden observar cardenales, búhos, varias especies de garzas, cuervos rey, distintas especies de martín pescador y carpinteros y el elegantísimo gavilán real, entre otras coloridas, pequeñas, escurridizas, cantoras.

Descubrirlas se parece a encontrar un íntimo botín, creo que por eso me gusta. Cada ecosistema tiena sus propias aves y en el cerrado, el que predomina en la Serra da Bodoquena se ven ejemplares azules, rojos, anaranjados como una papaya, de inspiración tropical.

Pero para empezar no hace falta irse tan lejos. Basta caminar hasta la plaza más cercana, sentarse en un banco, hacer silencio y esperar.

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Una de amor: Lampião y María Bonita

La de Lampião y María Bonita es una historia de amor de las que me gustan.

Él era un cangaçeiro, raza de bandoleros que se dio en el sertão, una zona árida del nordeste brasileño, a fines del siglo XIX y principios del XX. No eran simples ladrones, los cangaçeiros reinvindicaban una revolución popular y un cambio en la sociedad. Iban armados y buscaban justicia.

El tema es que este señor de anteojos gruesos que se llamaba Virgulino Ferreira da Silva pero era más conocido como Lampião, andaba un día por las rutas sertanejas cuando vio en la parada de ómnibus a una mujer muy linda. Se cruzaron la mirada y Lampião se enamoró más rápido de lo que tarda en hidratarse una sopa instantánea. Ahí nomás la raptó. La subió a su caballo y se fue galopando por la tierra resquebrajada y seca del interior.

El nombre de la bella mujer que pasó a la historia como María Bonita era María Gómes de Oliveira. Ella se enamoró de Lampião y de su causa, y se convirtió en cangaçeiros. Además de cuatro hijos, de esa pareja nació una de las historias más románticas de Brasil. Duró ocho años y como las mejores terminó en tragedia. Una madrugada de 1938, la pareja y otros cangaçeiros fueron sorprendidos por la policía pernambucana, que los decapitó a todos. Ese fue el fin de la historia y el principio de la leyenda de María Bonita, la Reina del Canagaço.

Recordé la historia de Lampião y María Bonita en el Museo Chacara do Céu, en Río de Janeiro, mientras caminaba por la exposición de Mestre Vitalino, un gran artista popular nordestino que se dedicó a contar leyendas, usos y costumbres del interior agreste de Brasil a través de sus figuras de barro pintado.

(Este post se podría leer escuchando el tema Esperando na janela, del disco Eu tu eles, donde Gilberto Gil rescata antiguas canciones del sertão.)

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Cariocas, gente feliz… salvo cuando llueve

El otro día, en un atélier de Santa Teresa una mujer de Mina Gerais que vive hace años en Río me contó algo sobre su imagen de los cariocas. Había más personas por ahí y todos asintieron.

Ella dijo algo así como que los cariocas son gente feliz, salvo cuando llueve. Después puso un ejemplo para explicar lo de gente feliz. Supongamos que hay una mesa de cariocas tomando una cerveza en ese barcito de ahí enfrente y de repente se levanta un viento fuerte y les tira la botella, que se cae y se rompe. Si la peña fuera paulista, primero que nada se preocupa, segundo se levanta y busca una mesa adentro porque le parece más prudente. Si no hay, posiblemente se vaya a otro bar. ¿Qué hacen los cariocas? Se ríen, bromean, le gritan al camarero que les traiga otra  y siguen su bate papo (charla) con el cabello revuelto.

Lo de la lluvia y el malhumor parece que es cierto. Ese día en el atélier, la mujer declaró que cuando llueve los cariocas hibernan. No salen de la casa, se deprimen. Como si no entendieran la lluvia.

Una noche le comenté esta impresión a Marcio, un barman carioca que enseguida me la confirmó. Según él, lo peor de la lluvia es que no pueden ir a la playa. «A nosotros nos gusta la playa. Los que se levantan temprano curten la playa antes de ir a trabajar. Corren, caminan, se meten al mar antes de ir a la oficina. Yo voy todas las tardes, y también los fines de semana. La playa es parte de mi vida». Cuando me sirvió la caipirinha vi que andaba en havaianas. Entre los dedos todavía tenía granitos de arena. Me imaginé que serían de Ipanema, pero más tarde me contó que eran de Prainha, su playa favorita, a veinte kilómetros de Río.

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