El mismo locutorio, por la mañana, está lleno de gente que hace fila malhumorada. Pero llego por la noche, a eso de las 21, y hay ritmo de noche martes en un barrio.
El paisaje: cabinas telefónicas a la derecha, computadoras a la izquierda, kiosco en el centro, peluches colgando del techo, luz de tubo, dos o tres clientes. El cartel de pago fácil está, pero ahora es tarde para pagar.
Mientras la señora de lentes grandes y voz grave fotocopia mi pasaporte me cuenta que desde ayer su hijo es piloto de Aerolíneas Argentinas. Y que entonces el año que viene ella tendrá pasajes gratis. Sueña sus vuelos en voz alta. Me habla de Italia y de Miami. En eso estamos cuando entra una chica con un perro enorme. Desde la puerta pide una tarjeta para recargar el teléfono. La que fotocopia el pasaporte le pregunta si el perro muerde y la chica responde que no.
– Entonces que pase, si los animales son mucho mejores que los humanos. Entre más gente conozco más quiero a mi perro, o no nena?
– Gracias. Charly, sit!
– Cuidá que no me pille porque acá el único que pilla es el dueño del locutorio, éste es su territorio.
Si era un chiste no se entendió. La chica paga y se va. De las cabinas de atrás aparece un hombre bajo, oscuro, canoso, con camisa, corbata y suéter escote en V. No hay dudas sobre su profesión: es remisero. Come helado en el medio del salón y mira hacia arriba. Mira los peluches.
– Decime Rosita, ¿no tenés a la hormiguita viajera?
Rosita deja de fotocopiar el pasaporte y recorre los peluches con la mirada, uno por uno.
– No, tengo a ese Winnie Pooh a rayas, el amarillo, ¿lo ves?
Al remisero no le interesa ningún otro. Rosita le dice que va a tratar de conseguirla, que no se preocupe. El tipo la saluda y se va. Quiere a la hormiguita viajera. Y no es para la nieta.

Nunca me gustó la robótica, además estaba contra el tiempo. Por eso suspiré aliviada cuando se acercó un ecuatoriano a la máquina con la que luchaba para obtener el boleto de
Pero el guiño latinoamericano más memorable de mis días en San Francisco fue el del camarero peruano del Rooftop Café del
Luis Ini es un periodista argentino que vive hace algunos años en Madrid.
del 11-S. Mientras el avión se aproximaba a Manhattan, los pasajeros llenamos nuestra memoria con una imagen que apretaba el corazón. Allí, donde alguna vez hubo dos edificios considerados en su momento los más altos del mundo, estaba la fragua de una maciza, inmensa nube de humo.
En algunas esquinas de las inmediaciones había zapatos apilados, que algunas manos, al verlos desperdigados, espontáneamente habían ido acumulando en un mismo lugar. También espontáneos eran unos pequeños altares alzados en distintos puntos de la ciudad, con mensajes de solidaridad con víctimas y familias, velas, y fotos. La gente se paraba a mirar, a leer esos mensajes, a escribir los suyos, o simplemente se quedaba en silencio, como una muestra de respeto. 
– ¿Es tu primera vez en San Francisco? No sé cómo le explicarás eso a tus lectores.
– Y Alcatraz, le digo cuando el barco se acerca a La Roca, la famosa cárcel de máxima seguridad que funcionó entre 1937 y 1962, y de la que sólo tres prisioneros lograron escapar.



La anécdota de Portimão me recordó los viajes con intercambio epistolar y Poste Restante.
El cuarto que era de mi nena lo uso para cuando viene alguna novia. ¿Te conté que ya tuve noches de boda? Yo les lleno el cuarto con pétalos de rosas, por todas partes les pongo, y les dejo una botella de champán de regalo, no sabés cómo les gusta, se vuelven locos.