Peleas en viaje: el caso del Cif

cifcremaAyer almorcé con una pareja de amigos que el último verano viajó por la Patagonia y pasó por Villa Pehuenia. Como casualmente estoy preparando una nota sobre ese lugar, les pregunté cómo lo recordaban, qué les había llamado la atención del pueblito neuquino. Se miraron y después de soltar una carcajada, respondieron: «el Cif».

¿El Cif?

Sí, se referían al producto de limpieza. Lo que más recordaban de Villa Pehuenia era una pelea, que con el tiempo tuvo nombre propio: el Cif.

Este post no es sobre su pelea, sino sobre los lugares que a pesar de ser maravillosos se opacan por el velo de un mal recuerdo. No el mal recuerdo que producen un robo, un accidente o un clima lluvioso. El mal recuerdo causado por una pelea.

Una pelea en viaje es capaz de lograr que la mirada se malhumore y vacíe de sentido de lo que tiene ante sus ojos. No importa si es un lago increíble que por las mañanas se cubre de una bruma misteriosa. No interesa si es playa o selva o una ciudad o un pueblo o un desierto o un volcán. El lugar puede ocupar el primer puesto en la lista de las Siete Maravillas, pero una pelea lo destroza en segundos. Con la fuerza de un huracán. Después, el recuerdo del lugar es imposible sin el manto del mal recuerdo.

Podría desaconsejar las peleas en viaje, pero sería una caradura.  Tal vez recomendar una revancha. No de la pelea, claro, de la visita.

Aunque quizás lo mejor es que deje la autoayuda y cuente qué pasó con el Cif. Resulta que después de pasar unos días en casa de unos amigos en San Martín de Los Andes, ella le pidió a él que por favor  limpiara la bañadera con Cif porque después de ellos llegaban otros invitados a la casa. Mientras tanto, ella cambiaría a los chicos. El se quedó charlando y se olvidó completamente de la bañadera y del Cif. De eso se dieron cuenta cuando ya se habían ido.

¡Cómo que no la limpiaste! ¿Y por qué no la limpiaste vos? Iban camino a Villa Pehuenia, lugar al que llegaron peleados. La discusión, como muchas, fue tonta pero una vez armada rodó descontrolada por las calles de tierra de la villa andina. Y no hubo trucha a la manteca ni Batea Mahuida que pudieran detenerla.

Hoy, cuando mis amigos quieren ver en su cabeza la diapositiva de Villa Pehuenia no pueden enfocar. Intentan recordar pero enseguida aparece el Cif, parado entre los pehuenes y el Lago Aluminé como un gnomo maldito.

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Muy pronto, más capítulos mexicanos

 

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Hasta el último trago… corazón!

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Ya se puede ver en los cines del Distrito Federal un documental sobre Chavela Vargas, la dueña de la voz desgarrada que es leyenda en México y en Latinoamérica, y que hace unos meses cumplió 90 años.

El documental Hasta el último trago… corazón! lleva el nombre de una canción del compositor José Alfredo Jiménez y está dirigido por Beto Gómez. Se terminó en 2006 y si bien se ha proyectado en varios festivales de cine del mundo se estrenó comercialmente en México este mes.

Chavela Vargas, Eugenia León y Lila Downs actúan y son entrevistadas en el film donde también aparecen la cabaretera Astrid Hadad, la Negra Graciana, Chayito Valdez e Iraida Noriega, todas referentes de la canción tradicional mexicana.

Escribió Chavela: «Cuando me preguntaron por mi vida, amores e historias, siempre respondí con otra pregunta: Díganme la dirección porque tuve vida, amores e historias por país, por lugar, por calle«.

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Viajeras ilegales de largo aliento

globoDesde 2006 hasta la fecha se incautaron en México 78,4 toneladas de cocaína.

Según una creativa comparación de la Procuraduría General de la República (PGR), si se colocara en una línea de un milímetro de grosor toda la cocaína daría nueve vueltas al mundo.

La marihuana no se queda atrás y las comparaciones tampoco. Las cifras de la PGR informan que se decomisaron en el mismo período 4390 toneladas. Si se pusiera toda la marihuana en un tren se podrían llenar 198 furgones y se convertiría así en un convoy de casi cuatro kilómetros de largo.

Me pregunto quién hará estas comparaciones andariegas para la PGR. Y me respondo. Es un fanático de Travel Channel o es alguien que se quiere pegar un viaje o fue mochilero o ¡lee Viajes Libres!

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Guanajuato: de paseo por la muerte

Después de ver la portada de uno de los últimos números de la revista Proceso, donde aparece una pila de cadáveres decapitados por la guerra narca en Michoacán, paso por delante de las famosas momias de Guanajuato sin escalofríos.

La romántica ciudad de Guanajuato, sede del Festival Internacional Cervantino y de muchas historias de amor que tarde o temprano atraviesan el estrecho Callejón del Beso, tiene una extraña relación con la muerte.

México entero tiene una relación particular con la muerte. La celebra, se la come en pan y le rinde pleitesía a la Santa Muerte. Pero en Guanajuato, además, la exhiben como un trofeo.

En el Museo de las Momias hasta se siente olor a muerte. Los turistas acatan la propuesta con diferentes comportamientos. Los extranjeros, en general, recorren el museo con cara de espanto, paso rápidos y actitud nauseosa. Los mexicanos, que son los visitantes más numerosos, intentan tocar las momias a través de los cristales, ponen a sus hijos pequeños delante y les sacan una foto, hacen bromas y avanzan tan despacio que suele acercarse un guardia para invitarlos a seguir el recorrido.

La historia de las momias viene de lejos. En 1865 se exhumaron del nicho 214 del Panteón de Santa Paula los restos del médico francés Remigio Leroy. Para asombro de los presentes, su cuerpo estaba momificado.

Nadie lo había vendado ni embalsamado, la momificación en Guanajuato es natural y misteriosa. Hay varias teorías al respecto, al parecer sería por la falta de humedad y el exceso de calor en las criptas, que evita que larvas e insectos ataquen el cuerpo. Así los tejidos se deshidratan. Esto sin entrar en el terreno de las leyendas.  

¿Por qué lo exhumaron? Porque en el cementerio de Guanajuato hay problemas de espacio y quien no pague el impuesto al «derecho de perpetuidad» será exhumado para dejar lugar a los nuevos muertos.

Las momias estuvieron en el cine. Las Momias de Guanajuato (1972) fue una de sus películas más famosas de El Santo, que debe luchar contra los muertos vivos. Hasta Wener Herzog las utilizó para comenzar su film Nosferatu, el vampiro de la noche (1979).

Hay varios hits en este museo, pero podría decir que La Chinala enterrada viva, El feto de 19 cm, el ahogado y el apuñalado son las más vistas. Pero ni todas las momias juntas, con sus bocas abiertas, dientes sueltos y expresiones de angustia se acercan al horror que produce ver en un kiosco del DF una portada de Proceso o de La Prensa, con cabezas sueltas, susangrientas y abandonadas en un descampado.

A partir de Leroy, todos los cadáveres en buen estado de conservación se exhibieron. Primero, secretamente, después en un museo precario donde las momias estaban al alcance de la mano, y desde 2007 en el museo actual, que es todo un éxito y por la cantidad de turistas presumo que será la atracción que más dinero recauda de toda la ciudad.

Quizás por eso, casi 40 momias andan de gira nada menos que en ¡Estados Unidos! En vida, esos hombres y mujeres nunca salieron de Guanajuato, muchos apenas conseguían mantener a sus familias. Como momias no sólo salen de paseo, sino que regresarán millonarios. Será una gira de tres años, mucho más larga que una de los Rolling Stones.

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Llamadas de Amsterdam

«Una noche cedió al azar y la facilidad de las correspondencias. Nuria vivía en la calle de Amsterdam, el óvalo que recorría la colonia Condesa siguiendo el trazo del antiguo hipódromo. Encontró un teléfono público, justo frente al edificio de ella. Vio los matorrales bajos del camellón, donde los caballos decidieron la fortuna, y sacó el papel con el número de teléfono. La hoja había adquirido una consistencia extraña, rugosa, de tanto estar guardada. Marcó y casi fue un alivio saber que Nuria había salido. Escuchó su voz en la contestadora, el tono fresco y optimista con que la conoció. No dejó mensaje. Fumó un cigarrillo viendo el edificio de los años treinta donde ella vivía, el vestíbulo renovado con alto presupuesto (pequeños reflectores de halógeno bañaban una escultura tubular, más un pájaro que un proyectil).

Trató de recordar otra calle circular. Tal vez en el Pedragal o en Ciudad Satélite hubiera circuitos que volvían sobre sí mismos, pero sólo ése evocaba a los apostadores que triunfaron o se arruinaron en las carreras de caballos. Volvió a marcar, un poco para concederse un derby personal, la posibilidad de que ella sí estuviera en casa y decidiera tomar el auricular, otro poco para oír la voz entusiasta de quien regala sus palabras.

No había terminado de oír el mensaje cuando la vio llegar al edificio. Llevaba un ramo de flores moradas, los iris que le gustaban tanto».

Llamadas de Amsterdam, Juan Villoro, Almadía.

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Me late la Roma (y el 24)

Si viviera una temporada en el DF me quedaría en la Colonia Roma.

En una casa antigua, cerca del Parque Río de Janeiro o del otro, del Cabrera, que también tiene vegetación tropical y una fuente que a veces estás encendida y otras no, y nadie sabe bien cuándo si o no, ni por qué.

Si viviera una temporada en la Roma, tomaría por las mañanas un café cargado especial (con leche clavel, canela y miel de maple) en el clásico Gabi.s, que no está en la Roma sino en la Juárez, pero es cerca.

Si viviera una temporada en la Roma llevaría a mis sobrinos mexicanos Mateo y Nahuel a correr a la plaza, sacaría fotos de los pasajes y vecindades guardadas, jugaría pool con Martín H., volvería a tomar café en Bistró 61, pasearía con Thomas cuando viniera de visita, comería pulpo con D. Jayo y Laura Santos en el Covadonga un jueves por la noche y, cualquier día, tostadas de jaiba y camarón con Alberto Nájar en Peces, «el único restaurante de que no es de Carlos Slim«. Los viernes a la noche seguro que saldría a bailar salsa con Marcela Turati al Salón San Luis: orquesta en vivo y buenos bailarines.

Si viviera una temporada en el DF me quedaría en la Roma y rogaría que la ciudad no volviera a temblar. En el terremoto 1985, la Colonia Roma se devastó. Pero la gente que vive allí es tan fanática que ni aún con una sacudida memorable se cambia de barrio.

«Pues no, me quedé aquí, ya no me voy de la Roma», me dijo María Esther, una señora que pasó el terremoto y quedó cubierta de polvo pero viva y no podría vivir en otro lugar. Marcela T. es periodista y desde que se mudó a la Roma entendió a los fans de los barrios. «Es la primera vez que me enamoro de un barrio. Podría mudarme de casa, pero no de la Roma«, me comentó el otro día en Bistro 61, uno de sus cafés preferidos.

«Sí, definitivamente viviría en la Roma y no en la Condesa. Me late este barrio viejo», eso le comenté a mi amiga E. mientras tomábamos una michelada en el Travazares, un restaurante con librería que reabrió hace unos días después de cuatro meses cerrado. E. es argentina pero reside en DF hace varios años, y me respondió: «Viví donde quieras, pero ya que hablamos de latir, decíme qué números te laten«. Le pregunté de qué hablaba.

Entonces, mi amiga me dio cátedra sobre el Melate, un sorteo que según ella juegan todos. «Juega el gerente, el chofer de pesero, los periodistas, los vendedores, los camareros, todos. Es una esperanza, 20 pesos más o menos en la billetera no te joden y después de todo es una cuestión de suerte«. Me explicó sobre lo conveniente que es jugar con revancha y dijo que los pozos son tremendos, cuando quedan vacantes un par de semanas suben a veinte o treinta ¡millones de dólares! 

Hasta ahora mi amiga E. nunca ganó el pozo, sólo unos pesitos cada tanto. Pero tiene fe en los números que le voy a decir. «Sólo te pido que no los pienses, decíme los primeros que se te vengan a la mente», aclaró. Entonces, mientras pienso que me late la Roma, le canto mis números, que son menores a 56 e incluyen un 24.

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Una ranchera para la chaparrita consentida

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Angel Olivera rola sus rancheras en el mercado La Cruz de Querétaro, el mismo donde doña Juanita vende flor de calabaza fresca y Julio prepara aguas locas y las mañanas de domingo sirve «polla», huevos de codorniz y jerez para la cruda (resaca). El mismo donde me tomé un jugo antigripal inolvidable. No porque tuviera gripe, sino porque me gusta la mezcla de naranja, limón, papaya, guayaba, piña y miel.  

Olivera viene de Huimilpan un pueblito en las sierras y es fanático de las rancheras del norte. Le pregunté cuál es la ranchera que más le gusta -quizás para vengarme de cuando me preguntan cuál es el país que más me gusta- y me respondió: «Híjole, pues, muchas». Luego pensó unos segundos y dijo: Amores fingidos, de Carlos y José. Y ahí nomás en un pasillo del mercado se puso a tocar:

«Si supieras chaparrita cuánto te amo, es porque que tu eres el bien de mi vida.
Chaparrita tu serás la consentida, y ándale, ándale correspóndele mi amor.
¿Para qué quieres amores fingidos?, ¿Para qué quieres amores amores que tengan dueño

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El comal de la esquina

En la esquina de Colima y Mérida, en la colonia Roma, Damián Marín trabaja ocho o nueve horas por día.

Atiende un puesto que está en el mismo lugar hace treinta años y donde cada día a cualquier hora hay gente que espera un taco sustancioso de su comal. Damián se aparece en las mañanas con su peinado parado como pasto recién cortado (los mexicanos son fans del gel) y  las manos listas para moverlas veloces, cortando, picando, armando, adentro y afuera del comal.

Así se llama esta sartenzota donde por un lado fríe el relleno de los tacos: suadero -un corte de carne- tripa, nopal, cebollita. En el centro del comal se calientan las tortillas, que después se rellenan.

Al final la salsita, la prueba de un buen taco. Salsa verde o salsa roja, según el chile que se utilice. En el puesto de Damián el que más sale es el chile serrano, verde y picoso. Cebollita picada cruda y cilantro a gusto.

El de Damián Marín es uno de los cientos de comales que hay en las esquinas de esta ciudad interminable, donde la lumbre está encendida de la mañana a la noche, y siempre huele a tortilla de maíz.

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Un nuevo sentido para el árbol de toronjas

toronja1Desde que conocí a Gustavo G. en el vuelo de San Francisco al DF, el árbol de toronjas cobró un nuevo sentido para mí. Ya no será solamente un árbol que da toronjas o pomelos rosados como les decimos en Argentina, sino un escondite frondoso que le cambió la vida a él a los otros tres que se hicieron los muertos en el desierto profundo de Arizona.

Hasta creo que no podré volver a escuchar la palabra toronja sin que se me aparezca la imagen de su cuerpo casi sin respirar y los perros de la migra abajo, registrando, oliendo y mostrando los colmillos. Cuando un camarero me pregunte en algún desayuno de hotel, «¿jugo de naranja o de toronja?» no podré evitar el recuerdo de Gustavo G.

Parece más grande, pero Gustavo G. tiene 24 años, cuerpo de luchador, aretes en las dos orejas, cabeza rapada, lentes de contacto azules y nervios. Se lo ve nervioso y todavía no sé por qué. Va sentado del lado de la ventanilla. Enseguida nos ponemos a conversar. Es simpático, cuenta chistes, como un precalentamiento para contar lo que viene después, que no tiene nada de broma y tiene todo de drama y suspenso.

P1230251Antes de que la azafata de Volaris pase convidando un snack con chile y limón, ya había escuchado su historia. Hace seis años Gustavo G. se fue de su pueblo Ixtapan de la Sal rumbo al Norte, ese Norte que todavía genera fantasías de una vida mejor entre muchos mexicanos.

Cruzó caminando, con otras treinta personas. Descansaron alrededor del árbol de toronjas cuando de repente se apareció la migra, con helicópteros, agentes armados y perros. Gustavo G. y otros tres se treparon al árbol de toronjas. El se movía en su rama y pronto iba a hacer caer algunas hojas. Entonces, un migrante más viejo le dijo desde la rama de al lado: «Cálmate y duérmete». Hoy, seis años más tarde, no sabe si se durmió pero cree que sí, porque cuando bajó ya era de noche y tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. La migra ya no estaba, tampoco el resto de los migrantes. Quedaban sólo ellos cuatro y el desierto inmenso y oscuro. «Hacía tanto frío que nos abrazábamos entre los cuatro para producir calor», me dijo Gustavo G, que por aquella época tenía 18 años.

 Estuvieron perdidos cuatro días y tres noches. «Caminábamos de fil en fil, tratábamos de ubicarnos por el sol pero era muy difícil«. Gustavo G. habla con términos en spanglish y al rato entiendo que fil es field o campo. Cruzaron los campos y comieron toronjas durante tres días hasta que un hombre que vivía por ahí los metió en su ven (van) y después los llevó en su casa, a riesgo de ser deportado. No fue por generoso. Cuando los cuatro migrantes llegaran a sus destinos, alguien le pagaría al coyote. Y el nuevo coyote fue este hombre que vivía en el fil y que tenía una ven.

 El lo raiteó (le dio un raid) hasta Manteca, donde se encontró con su tío y donde empezó una nueva vida. Gustavo G. siente que después del árbol de toronjas volvió a nacer. Por eso esta noche viaja con una polera con un águila. Me cuenta que vio un video que cuenta una historia con la que él se siente identificado. Es la historia del águila que en un momento de su vida tiene que tomar una decisión: renovarse para seguir viviendo. Entonces, sube a lo más alto de una montaña y se arranca las uñas, el pico y las plumas que lleva desde su nacimiento y ya no le sirven. Después de ese proceso espera cinco meses y sale en su vuelo de renovación. 

P1230249Gustavo G. no tiene tatuajes pero si se hiciera uno sería un águila con cinco corazones, que son los integrantes de su familia. Es la primera vez en su vida que viaja en avión. Aunque después de su viaje extremo por el desierto, esto le parecerá una babosada, como le dicen en México a las tonterías. Se extraña en el despegue, no entiende que el avión tarde tanto en enderezarse: «Está padrote esto, pero ¿no me habré subido a un cohete?, ¿cuándo deja de subir? ¿hasta dónde vamos a llegar?» Cuando vuelve del baño me dice, sorprendido: «No entiendo cómo alguien puede tener fantasías sexuales en el baño de un avión, ¡yo apenas entro!»

Al bajar del avión Gustavo G. se encuentra con sus padres y hermanos que lo esperan ansiosos en la madrugada nublada del DF. Primero lo abraza la madre, la mujer que se ve radiante en la foto. No puede soltarlo ni dejar de mirarlo. Sigue el padre y luego, uno a uno, cada hermano. Se miran, se reconocen, se huelen. Es un encuentro animal.

El hijo que un día, hace mucho, se fue al Norte vuelve exitoso, con regalos para todos y dinero para montar un negocio. «Soy el junior, si a mi padre le pasa algo yo ocuparé su lugar», declara orgulloso. El DF apenas se despierta y la familia reunida sube al auto y se aleja por la carretera hacia Ixtapan de la Sal. Llevan a bordo a un sobreviviente. No estuvo en un campo de concentración, pero a los 18 años se fue a Estados Unidos. Caminando.

Y en el desierto, donde otros migrantes encuentran la muerte, Gustavo G. encontró un árbol de toronjas que le dio una vida nueva.

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