Noticias (y recuerdos sagrados) del Tíbet

En el Tíbet hay lagos sagrados, ríos sagrados, templos sagrados y un palacio sagrado. Quizás por eso, los recuerdos de un viaje al techo del mundo también se vuelven sagrados.

Esta foto la saqué en el cuarto día de mi viaje al Tíbet. Antes, imposible. No hubiera conseguido hacer foco: el dolor de cabeza por la altura era brutal.  Especialmente en Tingri, el primer pueblo al que uno llega cuando viene de Zhang mu, en la frontera con Nepal.

En Tingri tomé el primero -y único- té de manteca de yak, en una carpa oscura y llena de alfombras gastadas. Había una señora de edad infinita, bolsas de arpillera y varios niños con los cachetes colorados por el frío, empaquetados con ropa de lana.

Tingri está a más de cuatro mil metros de altura y mis recuerdos de allí son confusos y están atravesados por esa jaqueca. La carpa nómade, los primeros rostros mongoles, el té aceitoso y el Everest. En Tingri se logra la primera vista de la montaña más alta del mundo.

Volviendo a la foto, la tomé el cuarto día, a orillas de un lago turquesa que se llama Yamdro-tso. Es un lago sagrado, uno de los más grandes de la región, y los campos cercanos están sembrados con centeno, el cereal más utilizado en el Tíbet y el que lleva a cuestas.

En las tierras altas y lejanas del Tíbet, la gente siempre anda con algo a cuestas. Se trajina de una carpa a otra, de un pueblo a otro, de una ciudad a otra: comida, perros, yaks, niños, ropa y fotos del Dalai Lama.

Un día como hoy, hace cincuenta años, el Dalai Lama huía a caballo por las montañas más altas del mundo, después de la invasión China al Tíbet, su país. Desde el 30 de marzo de 1959, el líder espiritual y político del Tíbet, vive en la India y desde el exilio lucha pacíficamente por la autonomía del Tíbet.

Las noticias dicen que el Dalai Lama agradece a la India por 50 años de refugio y dicen que el sábado último fue feriado en China y hubo actos en los que se prometió aplastar cualquier intento de Independencia.

También dicen que desde el próximo fin de semana, el Tíbet será reabierto al turismo extranjero, después de un año de estar cerrado según el gobierno chino, por «razones de seguridad».

Las negociaciones entre el gobierno chino y los tibetanos en el exilio no prosperan y es posible que la Región Autónoma del Tíbet se parezca cada día más a China. Pero seguro que todavía hay hendijas para asomarse a la cultura de este pueblo ancestral. Seguro que todavía se pueden lograr recuerdos sagrados.

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Mundo graffiti, en París

jayonedroiteweb

 

Desde ayer hasta el 26 de abril, 150 graffiteros de varios países muestran su trabajo por primera vez en el marco de una institución cultural, el Grand Palais, el museo de Champs Elysées, en París. Son más de 300 obras reunidas por el arquitecto y coleccionista de graffitis, Alain Dominique Gallizia. Todos los días, de 11 a 19 y los jueves, hasta las 23. Entrada: 5 euros.

 

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Una hora a oscuras

Algunos buenos viajes se pueden hacer en una hora y con la luz apagada.

Esta noche, a las 20.30 (hora local), apaguemos las luces por la Tierra. Se espera que mil millones de personas en más de mil ciudades hagan lo mismo. El objetivo es lanzar un mensaje a los líderes mundiales de cara a la Conferencia sobre Cambio Climático de Copenhague de 2009, recordándoles que el mundo necesita un compromiso de acción decidida para reducir la emisión de gases invernadero.

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Lo último en turismo salvaje: abrazos con leones

Después del éxito de los tours para nadar con tiburones, llegaría uno nuevo del mismo estilo: abrazos con leones. Muy pronto en su agencia de viajes de confianza. (Por el momento, sólo en Sudáfrica).

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No será la India, pero es Egipto…

Leí en las noticias de ayer que el turismo en Italia ha caído el 25% por ciento en 2008. Que pasa su peor crisis en 60 años y que las ciudades tiemblan ya que viven del turismo. Una nota que se suma a otras notas de la crisis mundial.

Casualmente, después de leer esa noticia, almuerzo con una colega que me cuenta que volvió hace unos días de Italia.

¿Pero no te ibas a la India?-le pregunto sorprendida.
– Sí, vos lo decís: “me iba”. Pero una semana antes del viaje fue el atentado de Mumbai. Hablé con el embajador de la India y él mismo me convenció para que no fuera. Me afirmó que el país estaba convulsionado, que los aeropuertos eran un caos imposible, que no era el momento de viajar.

Como el pasaje hacía una escala en Italia, se fue a Roma. Paseó por la ciudad, visitó el Coliseo, comió pizza por metro y tomó ristretto. Pero después de unos días, se dio cuenta de que el presupuesto para un mes en la India duraría apenas una semana en la tierra de las pastas y la mafia.

Además, su plan no era caminar con frío por una capital europea. Había soñado con recorrer el desierto de Rajastán, ver a las mujeres con sus saris de colores, comer comida picante, subirse a un camello.

– ¿Y qué hiciste?
– Me compré un pasaje a Egipto. Desde Roma se consiguen tickets a buen precio para volar a El Cairo.

Así fue que se pasó diez días de lo más exóticos en el país de los faraones donde, para la mirada forastera, el atuendo de las mujeres beduinas no dista mucho del sari y también hay comida picante, sin contar el desierto más famoso del mundo y, por supuesto, los camellos para turistas. No será la India, pero es Egipto, ché.

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La tía Julieta y su pacto con Dios

Tengo un amigo mexicano que tiene una tía antigua que se llama Julieta. Una tía antigua quiere decir: que es vieja (92 años), que es elegante y que vive pegada a un México que ya no existe. Quizás por eso, la tía Julieta viaja tanto.

Hace un tiempo, incluso, hizo un pacto con el mismísimo Dios. Según me contó mi amigo, el trato de la tía Julieta con Dios es más o menos así: ella pide que el señor no sea malito, que le de vida para su viaje. Entonces, se sube a un barco, un avión o un tren. Como dice que diosito la escucha, si está en constante paseo no muere. Y así la tía Julieta vive y vive, viaja y viaja.

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Barcelona, con guía andaluza

Desde hace algún tiempo, María José Ruiz Reyes, de pura sangre andaluza, vive en Barcelona. Pero esta mujer no entiende la vida sin viajes ni mudanzas. Ya ha pasado unos años en Londres y es posible que pronto viva en otro lugar.

Seguramente su alma gitana la empujó a seguir el curso de azafata que por estos días la tiene saltando en una pata. Quiere conocer el mundo, de eso está segura. Mientras tanto, pasea por Barcelona. Estos sus recomendados de la ciudad condal, con textos y fotos especiales para Viajes Libres.

Luz y magia
Más de 3500 chorros de agua bailan desde 1929 en la fuente mayor de Montjuïc, al ritmo de músicas variadas, desde Tchaikovsky hasta Abba. Suben, bajan y se cruzan entre ellos en originales combinaciones y acrobacias. Completan el show, las 4760 luces de colores que nacen además del corazón de cada uno de ellos. La Font Màgica, así bautizada por su creador el ingeniero y poeta Carlos Buigas, ofrece varias sesiones los fines de semana.
Passeig de María Cristina, frente al Palau Nacional (Montjuïc). Metro: Espanya. Horario de invierno: viernes y sábados a las 19, 19.30, 20 y 20.30h.

Pasión azulgrana
Una visita a Barcelona no es completa si falta un partido de fútbol en el Camp Nou. Gente de todos el mundo se acercan al mítico campo para vibrar con los goles del argentino Lionel Messi. Pero, la ciudad deportiva es más que el estadio del Barcelona FC. En el mismo recinto está el Palau Blaugrana de baloncesto y una pista de patinaje sobre hielo. Y para los más fieles, el museo del club. En sus pasillos hay reliquias, fotos, botas y camisetas firmadas por los grandes de su historia desde 1899.
Camp Nou. Metro: Collblanc o Badal.

La Barceloneta, marinera y popular
Es el barrio marinero de la ciudad. La Barceloneta  huele a mariscos a la parrilla y al suavizante de la ropa de los vecinos, que ondea al viento en los balcones, al lado de bombonas naranjas de gas butano, cables, bicicletas y chismes. Las clases populares y los estudiantes Erasmus del Viejo Continente conviven en armonía en edificios de techos altos con vigas de madera. Lo mejor, las paellas de sus restaurantes al sol.
Barrio de La Barceloneta. Metro: Barceloneta.

Borne y Raval, la pareja de moda
Los dos barrios de moda del casco antiguo ganan fans cada día. El Borne y el Raval encierran en sus calles estrechas y serpenteantes, los rincones más bellos de la ciudad. El Borne está salpicado de locales chic. Los artistas de vanguardia han instalado sus talleres en los bajos restaurados de antiguos edificios y trabajan a la vista del público. La catedral gótica del Mar es su talismán. El Raval, el otrora Barrio Chino que a tantos escritores, fotógrafos y cineastas ha seducido, ha dejado de ser noticia por sus prostitutas y ladrones para dar qué hablar por los bares de su rambla y las tiendas de comida africana y asiática. Un buen lugar para perderse.
Borne: Metro Jaume I. Raval: Metro Liceu o San Antoni.

De mariscos y camareros
A simple vista parece una pescadería, pero no lo es. La Paradeta es una cadena de restaurantes con sede en el Borne, Sants, Sagrada Familia y Meridiana. Los clientes eligen a dedo lo que van a comer, que está a la vista: bogavantes, navajas, langostas, mejillones, chanquetes y todo lo que de el mar barcelonés ese día. Pero resulta que no hay camareros. Tú montas tu mesa, sirves el vino a tus amigos, recoges los platos de la cocina cuando te llamen y limpias todo después del festín. Gracias a esta original fórmula es posible degustar mariscos grandes a precios pequeños. Atención: siempre hay cola.

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Domingo animado

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Clics de soledad urbana, según Bjarne Bare

 

Bjarne Bare es noruego, de Oslo. Tiene 24 años y viaja por el mundo para retratar el vacío de las ciudades. Hace algunas semanas que vive en Buenos Aires, a la caza de las soledades que se esconden tras las esquinas.
Bjarne no habla español, pero sabe dónde queda Almagro y puede nombrar algunas calles de Flores. Es su primera vez en la ciudad, y ya dice que siente que San Telmo ha cambiado drásticamente los últimos años. Bjarne tiene la sensación de que ese barrio será el próximo Palermo Soho. “Intuyo que cuando vuelva, me tendré que quedar en La Boca”, bromea.

 

De niño, a Bjarne le atraía la cámara como objeto y también sacó algunas fotos, pero desde los 15 se dedicó a pintar. Hasta que a los 19 se encontró viajando en un barco por el Mekong, con un fotógrafo ruso y una cámara a su disposición. A partir de ese viaje no dejó de sacar fotos ni de viajar. Sí dejó la pintura.

En los últimos años estuvo en Praga, Cracovia, Copenague, Londres, Barcelona, Berlín, Amsterdam, El Cairo, Seúl , Tokio, Osaka, Shangai, Pekín, Nueva York y ahora Buenos Aires. Siempre con su cámara.

A Bjarne lo conocí hace unos días, en un bar. Estaba vestido con look minimalista: camisa gris oscuro, corbata flaca como un tallarín y, si no recuerdo mal, pantalones chupines. Ahora que lo pienso, tiene cierto parecido con Sean Penn.
Ese día hablamos algo, pero cuando vi sus fotos, decidí hacerle una entrevista especial para Viajes Libres.

¿Podrías tratar de describir qué buscás cuando viajás?
Desde que viajo solo experimento una cierta soledad en mis viajes. De esta forma uno termina viendo lo que lo rodea de otra manera. Esta es una de las razones por las que viajo solo. Simplemente hace que te enfoques diferente y que veas lo que te rodea con un ojo más abierto y franco. Nunca hago fotos de monumentos y ese tipo de cosas a menos que tengan un significado más profundo. Estoy interesado en los solitarios que andan por las calles, los que tienen una historia. Los negocios quebrados y los lugares comunes por los que cuando vives en la ciudad pasas sin darte cuenta. La soledad que yo describo se puede ver en las caras de la gente, en el bus, mientras caminan por la calle. Es soledad a la que todos le tienen tanto miedo en la cultura contemporánea que vivimos. Es un sentimiento se repite en las distintas culturas.

 

¿Por qué elegiste Buenos Aires para hacer tu trabajo?
Buenos Aires ha sido siempre una ciudad exótica para mí, llena de misticismo. Imagináte crecer en el norte de Europa y desde ahí mirar el globo terráqueo. Buenos Aires, una ciudad en la selva (eso se piensas cuando vives en Noruega) con semejante historia, y una arquitectura interesante. No había dudas de que tenía que ir. Llegué a fines de febrero y me iré a comienzos de abril. De aquí voy a París, a ver qué similitudes puedo encontrar entre las dos, si es que hay alguna.

¿Cuál es tu impresión de la ciudad?
Como toda metrópolis, Buenos Aires es bastante diferente de día y de noche. Y aquí especialmente, durante la semana y los fines de semana. Me gusta el clima tropical que se siente aquí, especialmente cuando la lluvia loca cae de repente en un caluroso día de verano. Los buses cargados, cientas de personas en las calles y durante el fin de semana algunas partes de la ciudad, el microcentro por ejemplo, están casi vacías. Es un gran lugar para caminar un domingo. Lo que encuentro más inspirador aquí es la gran escena artística y la cantidad de eventos culturales y especialmente, cuántos jóvenes participan de ellos. Te da un sentimiento de Nueva York.

¿Cómo es la soledad que encontraste aquí, comparada con la de otras ciudades?
Lo que encuentro de peculiar aquí es que mucha gente silba o canta mientras camina. Para mí, parecen felices.

¿Qué lugares de Buenos Aires te gustaron para hacer fotos?
Esta ciudad es tan compleja y todavía no he visto ni la mitad. Flores está buenísimo y también parece complejo en sí mismo. Tantos negocios antiguos que venden cosas extrañas, y el barrio coreano, los viejos hoteles. Me gusta San Telmo y también el centro, donde hay hombres de negocios y cafés tristes. Los parques de Libertador, Almagro. Hay tanto aquí.

¿Alguna anécdota de Buenos Aires?
Ayer fui al Tigre, a una pequeña isla bastante lejos del continente donde un amigo tiene una bonita casa antigua. La isla estaba inundada así que hicimos un asado con el agua llegando a nuestras rodillas. Fue un buen día.

 ¿Cuál es tu próximo viaje?
Pasaré unos días por París y luego a Oslo. La próxima vez me gustaría volver a Tokio o a Nueva York. Especialmente a Tokio, donde me gustó trabajar y sentí que tenía más para capturar.

¿Podés vivir de la fotografía ?
Monto shows en galerías de Oslo y gano dinero por mis fotos, pero como soy obstinado y no quiero trabajar como fotógrafo para periódicos y medios en general, también trabajo en un pequeño bar un par de noches a la semana cuando estoy en Oslo, para pagar mi renta.

 

 

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Chaiwallah, el chico del té

Desde que volví de la India me las ingenio como puedo para recordarla. Con empeño y la fe de una invocación.

Visito restaurantes indios y uso hot masala cuando cocino. Hago yoga, escucho música india, tengo una calcomanía de Ganesh en la heladera y un tapiz de Jaiselmer en el escritorio. Leo libros, repito anécdotas viejas, escucho nuevas, veo películas, fumo bidis cuando alguien trae, uso ropa de algodón indio y cada tanto escribo un post. Hago todo esto como un ejercicio íntimo de lealtad, para no olvidarla. Hace doce años.

Hace unos días fui a ver Slumdog Millionaire, la película del Oscar. Para mí, “la película de la India”. No voy a escribir del film, ni de cómo costaba distinguir a la India en un drama marca Hollywood. Prefiero contar sobre mi reencuentro con una palabra que hace mucho que no escuchaba: chaiwallah.

Llegué a Nueva Delhi a mediados de octubre, un día de calor y después de un viaje largo. Hacía más de cuarenta grados. Del camino a la ciudad, recuerdo el cielo rosa del amanecer y una masa de gente y rickshaws y vacas sueltas y más gente al costado de la ruta y en la ruta, en las casas, en la calle. Gente en todos lados. El taxi se movía por los bazares a paso de hombre. Las ventanillas estaban abiertas y algunos me tocaban el brazo, me saludaban, me pedían, me miraban. Parecía que de un momento a otro, el auto se llenaría de gente, que entrarían los que no entraban en las calles. Había mendigos, mutilados, olor a verdura pasada y ruidos de bocinas y cascabeles. Al parecer, el taxista no había elegido el camino de las embajadas.

Los primeros días, el cuarto de hotel fue un refugio, un búnker, el lugar del que no quería salir. Hasta que probé el chai.

El chai es un té especiado que en la India se toma a cualquier hora, en el momento menos pensado,  en todo momento. En un bar, en la calle, arriba del tren, en la estación, en los monumentos. En la India siempre hay un chaiwallah cerca. Así le llaman al chico que vende o reparte chai.

Aunque acepta muchas recetas, en general, el chai tiene té, leche, azúcar, jengibre, pimienta, canela y cardamomo. Después probar tantos entendí que todos lo preparan diferente y que el gusto es similar. De alguna manera, el chai es un concentrado de la India: dulce y picante; suave y poderoso, permanece en el paladar un rato largo. Como un viaje a la India, que puede ser de dos meses y durar doce años, con tranquilidad.

El chai se sirve en un vaso pequeño, a la manera de un shot sagrado. Así lo sentí el primer día que lo tomé. Ese cariño en la garganta me ayudó a aceptar lo que veía, a dejar de preguntarme por qué y por qué, a comprender.

El chaiwallah reparte el té en una oficina, como hacía el sufrido Jamal en Slumdog Millionaire. Pero también hay chaiwallahs que andan por los trenes con una pava enorme y sirven pócimas sanadoras en todos los vagones y por pocas rupias, y otros que recorren las calles, como el hombre de la foto.

A veces pienso si no será mejor sacarme un pasaje a Nueva Deli. Basta de recuerdos, vuelvo de una vez, me digo. Pero en otros momentos, cuando disfruto de mi ejercicio íntimo, creo que esta vez el viaje va por caminos interiores.

El día de Slumdog Millionaire salí del cine alborotada. Con chaiwallah tenía algunos meses de recuerdos garantizados.

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