El viaje

Cuando pienso en el viaje, me imagino el viaje de vacaciones de verano, el viaje de luna de miel, el primer viaje, el viaje de aniversario, el viaje de los 15 y el crucero de reconciliación. El viaje exótico, el viaje de solos y solas, la semana de esquí, el viaje de divorcio, el viaje de San Valentín y el viaje de embarazados a Miami para comprar ropa de bebe.

El viaje como medicina. Hace tiempo que Tómese unas vacaciones forma parte del discurso de un médico clínico. El viaje a Europa. El viaje a Nueva York. El viaje de aposentados, la escapada de fin de semana, el viaje con niños, el viaje sin niños, el viaje de aventuras y el viaje religioso. El viaje en carpa y el viaje en hotel cinco estrellas. El viaje cultural y el viaje a Disney.

El viaje para tirarse debajo de una palmera y no hacer nada y el viaje de trekking. El viaje con mascota, el viaje para encontrarle sentido a la vida y el eco-viaje. El viaje de trabajo y el viaje para trabajar. El viaje espacial, el viaje al all inclusive y el viaje gastronómico. El viaje de buceo, el viaje en busca de las raíces y el viaje de compras en NYC siguiendo las huellas de Carry Bradshaw.

El viaje con mochila y el viaje con maleta Louis Vuitton. El safari y el viaje a un spa. El viaje gay y el viaje straight. El viaje de rehabilitación, como habrán escuchado que está haciendo Charlie Sheen alrededor del mundo. Y el viaje para sacar fotos. Cuando hablo del viaje pienso en algo popular, que atrae a un público diverso. Como la Coca Cola.

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La mirada de 25 mujeres extranjeras

Como se lee en la portada del libro, ellas son 25 mujeres de 16 países tan diversos y distantes como Bolivia, Rusia, Bélgica, Australia, Egipto, Italia, Lituania, Grecia, Holanda, Turquía, Francia, Japón y Estados Unidos.

Todas viven en Argentina. Algunas llegaron con sus familias hace mucho tiempo, otras vinieron hace menos y están solas. Algunas se irán y otras planean quedarse a vivir.

Ellas saben que ya existen muchos libros de fotos sobre Argentina y no les interesa competir con los que se dejan en la mesa ratona. La idea de este libro fue mostrar su mirada que se ve que pasó por distintos estados, desde la sorpresa hasta la ternura pasando quizás por la indignación, la tristeza y alguna carcajada. Sin duda, un país que las estimula. Eso cuentan las fotos y también ellas en breves textos.

Las imágenes no sólo son de Buenos Aires, el libro abre una ventana al Norte y al Sur: los viñedos de Yacochuya, en Salta; el Glaciar Upsala, en Santa Cruz, el Faro Les Éclaireurs, en Ushuaia y otros rincones del país. No faltan las tradiciones, como el tango, el mate, asado y santos populares, como el Gauchito Gil y la Difunta Correa, paneos por las extensas planicies del campo argentino y personajes hermosos, bizarros, coloridos, antiguos, modernos, gente que no sería extraño ver en el teatro o en la televisión, pero están en la calle, sin actuar. Son así y forman parte del paisaje humano de esta ciudad.

El libro fue realizado con fines benéficos, para dos fundaciones que ayudan a mujeres y niños en riesgo.

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Nuevas tribus turísticas: los Lohas

Los ecoturistas quedaron atrás, ahora los que la llevan son los Lohas, una suerte de versión integral y reloaded de los anteriores. Lohas responde a Lifestyles of health and sustenability (Estilos de vida de salud y sustentabilidad) y es una tribu urbana en crecimiento.

Estos chicos, los Lohas son gente consciente: de su salud, del medio ambiente y de la justicia social. Se trata de personas bien educadas y con dinero. Por supuesto, son muy informados, usuario de las redes sociales y nuevas tecnologías. Se los reconce como el nuevo segmento de consumidores premium del turismo.

Según estadísticas que encontré por ahí, en Estados Unidos el 19% de la población adulta pertenece a ese grupo, y en Alemania, sí, sólo en Alemania, alrededor del 20 %. Ahora bien, es raro ver un Loha en América del Sur. Más que raro es difícil, quizás tanto como ver un huemul en la Patagonia. Pero poco a poco van a llegar. No los huemules, ésos lo dudo, me refiero a los Lohas.

Mientras leía las características de esta nueva tribu, se me aparecía la imagen de ese austríaco flaco, largo y con modales de príncipe que conocí en un restaurante de Coroico el año pasado. Ahora que lo pienso, era un LOHA, seguro. Hasta podría haber sido el presidente de los Lohas United.  Se pasó media hora dando cátedra sobre el comercio justo y explicando por qué era importante que fuera comprar a ese lugar donde, claro, las artesanías costaban el triple que en la calle. Después del fair trade pasó al cambio climático y casi sin pausa, a la ecología. «No, gracias, no como carne», me dijo cuando le recomendé una chuleta deliciosa. Antes de irse, mientras miraba de reojo mi plátano frito comentó algo sobre la importancia de los productos orgánicos y frescos.

No hay caso. Siempre me pasa lo mismo cuando me cruzo con un consumidor excesivamente consciente. Me siento pecadora, mal alimentada, poco involucrada con los problemas del mundo, anticool, definitivamente mal.  Quiero ir corriendo a confesarme, aunque no sea creyente. Por suerte esa sensación dura sólo unos instantes, enseguida recuerdo unas mollejas con mucho limón. Y sonrío.

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Estrujados en Tokio

Tokyo Compression, el nuevo libro de Michel Wolf, un fotógrafo alemán con base en Tokio. Espeluznante.

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Excusas infantiles para viajar, Volumen II

Rusky, el director de un sello de música independiente que hace unos días contó sobre las pizzas de Chicago, hoy vuelve con una nueva entrega de excusas para viajar. Infantiles, sí, pero válidas. Después de leerlas, me pregunto por qué no consideró la que me contó una tarde: «Quiero volver a París porque no subí a la Torre Eiffel».

«Mi editora favorita me pide otra excusa infantil para viajar para postear el Volumen II. No es fácil decidir entre tantas, teniendo en cuenta que mi trabajo en el maravilloso mundo de la música no es más que una vil excusa para viajar, conocer gente, lugares.

Podría nombrar, por ejemplo, varias excusas fútiles para volver a una ciudad o una playa encantada. También están las excusas gastronómicas: los panchos en La Pasiva de Montevideo, las setas de Navarra, en España, y podría seguir: las excusas gastronómicas son las más evidentes, e inocentes.

Las excusas culturales son siempre elegantes: una Bienal en São Paulo o Venecia; una muestra de Bacon en El Prado; el entierro del Diablo de Carnaval de Jujuy; tomar peyote en el desierto mexicano. Grandes excusas para ser tildadas de banales, pero que siempre quedan bien en la mesa.

Están las excusas del corazón: ¿qué mejor razón que viajar a ver al amor de tu vida, aunque aún no estés seguro que lo sea? De certezas se vive: uno debe viajar para cerciorarse de que la persona más allá del océano es el amor imposible encarnado en la tierra. No se deje engañar, el amor en lejanías no existe: es su amor por el viaje lo que lo motiva. El resto, pura poesía. No es que el amor transoceánico no exista, sí que existe, simplemente no dura para toda la vida. Si uno puede vivir con eso, ésta es su gran excusa.

Después están la excusas familiares. Aproveche que están de moda las redes sociales, busque a sus parientes lejanos y vaya a conocerlos. Busque un pariente perdido en el Este europeo y de paso conozca el castillo de Drácula, reencuéntrese con su tío lejano de Rosario y cómase una boga en el río, vea hasta donde llega su imaginación para extender la parentela y conocer el mundo.

Pero la excusas que me importan son las infantiles. Por ejemplo, tengo que volver a Granada a pesar de que ya estuve dos veces, simplemente porque no fui a la Alhambra. ¿Cómo puede ser que llegue desde tan lejos y no ingrese a conocer uno de los grandes monumentos de la humanidad? Pues es sencillo: me encantan las excusas infantiles para viajar. Podría aducir que sólo me quedé unos días, que trabajé mucho, que estuve con Enrique Morente en su casa o pasando música hasta tarde en la Sala El Tren. Que me quedé tomando té con unos moros en el Albaicin o comiendo un cochinillo en un monte cuyo nombre no recuerdo pero que tenía la panorámica más increíble. O simplemente, que me quedé comiendo unas tapas -las mejores de toda España, señoras y señores- en un bar bizarro a la vuelta de la sala de conciertos Sugarpop con un montón de músicos y desconocidos. Sé que es una excusa infantil, y que la vida es cosa seria».

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Lecturas de verano

El verano es una estación triste en la que nada crece. Quién no prefiere el mes de diciembre pese a la amargura que provoca la felicidad ajena; incluso la establecida crueldad de abril es mil veces más estimulante. La canción de verano es siempre la peor canción del año. El amor de verano es un subgénero del amor, del gran amor que nunca podrá tener lugar en verano. Hablan de lecturas de verano, noches de verano, viajes de verano, bebidas de verano y con ello queda implícito un sutil desprecio. Nuestro amor no está hecho para el verano. Nuestro amor no conoce vacaciones.

(De Escrito en servilletas)

Cuatro amigos. David Trueba, Anagrama.

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El barrio chino de La Habana

Quizás fue a propósito del último Año Nuevo Chino. O será porque ayer me crucé con una chica que llevaba un conejo en brazos. Era menuda, morena, ojos grandes. Parecía perdida, recién llegada de un pueblo lejano donde se crían conejos. Se la notaba apurada, como si trajera un encargo: entregarle el animal al mago antes de la próxima función. Me recordó a esa adolescente dulce y salvaje de la película El Ilusionista.

¿A qué iba? Ah, sí, a que por una cosa, por otra o porque sí, hoy pensé en el barrio chino de La Habana. Es pequeño, austero, con pocos farolitos rojos, poco brillo y pocos chinos. Encontré una mujer que vendía “animales afectivos” con licencia para viajar. Loros, cotorras y otras aves autóctonas por unos 8 dólares. Le compré fósforos al “fosforero del barrio chino” de la calle San Nicolás. Revolví cajones de libros en la librería Confucio, conversé con los únicos chinos que me crucé, unos tipos de unos setenta años que tomaban fresco en la puerta del edificio del Diario Popular Chino. Y comí un chop suey en un boliche que se llamaba Sabor y magia, en El Callejón de los Cuchillos.

En Cuba quedan unos 400 chinos nacidos en China y alrededor de mil descendientes. Los primeros llegaron a fines del siglo XIX, creyendo que venían a una tierra de oportunidades. Pero al poco tiempo se encontraron cortando caña de azúcar al rayo del sol y con las manos llenas de sangre. Los últimos llegaron a mediados de 1900. Venían con ánimo comercial, pero enseguida quedaron atrapados en una Revolución ajena. Algunos se volvieron, otros habían formado su familia, se quedaron y abrieron restaurantes conocidos más por la pizza que por el chop suey o el chao fan. En su honor, los cubanos acuñaron un dicho que todavía se escucha en La Habana: “Te engañaron como a un chino”.

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San Valentín y la vigencia de los clásicos

Colección de cerámica erótica de culturas antiguas en el espectacular Museo Larco Herrera, en Lima, Perú.

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Tenés cara de argento…

Unas noches atrás, en la vereda del bar de Julio, en el barrio de Colegiales, cantó Tomi Lebrero. Noche de verano, brisa suave, los plátanos llenos de hojas, una mesa larga compartida por gente que nunca antes se había visto. Con una gata que se llama Malena. Y sonido de bandoneón.

Desde afuera, el bar de Julio parece uno de esos bazares de antigüedades, más que antigüedades, cachivaches. Pero ahí no se vende nada. Nada más que tartas, pollo a la portuguesa, cerveza y fernet. Por la calle empedrada pasaba un auto, uno o dos.

En ese paisaje tan, tan porteño, Tomi tocó sus hits, el que habla de los chicos del cine independiente y otros, y también canciones nuevas que compuso en las vacaciones. Tenía una camisa hawainana amarilla y estaba bronceado, parecía que recién llegaba de Trancoso o de Itacaré. Uno de los temas nuevos, muy divertido, hablaba de lo fácil que es reconocer a algunos argentinos en el exterior. Tenés cara de argento… decía el estribillo.

Esta semana recordé varios argentinos reconocidos en viaje. Con algunos hablé y de otros me escondí. Hace unos años hubiera huído de alguien como N., hoy creo que no. Sólo porque me divertiría escucharlo.

N. es un periodista que viajó en viaje de prensa con una editora amiga a Hong Kong. Resulta que estaban en un restaurante popular de de ciudad, perfecto para probar platos exóticos. Podían elegir entre dim sum, pato pekinés, cangrejos de río con salsa hoisin, aleta de tiburón, huevo de pato y más. Emocionada ante el exuberante paisaje gastronómico, lleno de brillos, texturas, colores, ella analizaba cuál sería la entrada de su banquete. Tenía el plato en la mano cuando se le acercó N., que miraba el mismo paisaje pero con rostro aterrorizado.

Como un niño de nueve años en el tramo más oscuro del tren fantasma, N. se pegó al oído de mi amiga y le preguntó, despacito a ver si todavía un chino lo escuchaba y le partía por la cabeza un jarrón de la dinastía Ming: «¿No te comerías un choripán?»

Nunca vi a N. pero estoy segura de que tiene cara de argento. Posiblemente, Tomi tampoco lo haya visto. No es necesario. Hay tantos viajeros modelo N. en Argentina y en todos los países del mundo que podrían formar una raza aparte.

(Foto: Ñ)

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El olvido y el recuerdo

«El olvido es necesario; tiene un papel muy activo. Porque lo que se olvida va dibujando las formas de lo que no se olvida. Es como un trabajo de escultura. Lo que queda no es un recuerdo, simplemente, sino un recuerdo trabajado por el olvido».

Un pensamiento de Marc Augé en esta entrevista, donde también habló del ciclismo, el «tiempo puro» y su hit ochentoso: los no lugares.

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