El empampado Riquelme, edición de bolsillo

Se acaba de editar en Santiago de Chile la versión de bolsillo de «El empampado Riquelme», el libro del periodista y escritor Francisco Mouat aparecido por primera vez en 2001.

«No olvido la tarde de sábado en que leí en el diairo la noticia del hallazgo de Julio Riquelme Ramírez en el desierto, con todos sus huesos tendidos al sol. Guardé el recorte como un tesoro, sin saber aún para qué , pensando que alguna vez podía hacer algo más a partir de esa historia. El recorte y sobre todo lo que no decía esa breve nota, los misterios y las preguntas que uno podía hacerse después de leer las primeras informaciones, convirtieron desde esa misma tarde todo lo relativo a Riquelme en una obsesión.»

Ese es el primer párrafo del libro, el comienzo de una historia que sigue en las profundidades del desierto chileno, con búsquedas, intrigas, entrevistas y la obsesiva y fascinante tarea de reconstruir una vida. La vida de un hombre que se «empampó». Este término se usa en Chile para referirse a las personas que se pierden en la soledad de la pampa (el desierto) y no aparecen nunca más. El «Diccionario de voces del norte de Chile» de Mario Bahamonde, define empampado: «Perdido en el desierto, desorientado en medio de la pampa, especialmente duarnte las primeras exploraciones, cuando la falta de camino y de referencias hacía que el viajero se empampara, soportando la feroz agonía de la sed». Eso al parecer le habría sucedido al empleado Riquelme.

«El 1° de febrero de 1965, Julio Riquelme Ramírez se subió a un tren en Chillán rumbo al norte, a Iquique. El viaje era largo: más de dos mil kilómetros, cuatro noches, cuatro días, transbordo en Santiago, transbordo en La Calera. El hombre era empleado del Banco del Estado, y ahora iba de padrino al bautizo de uno de sus nietos. El trámite estaba acordado: llegaba a Iquique en el Longino, el tren que iba al norte, el domingo 5 al mediodía, y ahí lo estarían esperando.»

Riquelme nunca llegó a destino. No se supo nada más de él. Nada de nada. Hasta 43 años después, cuando a Francisco Mouat se le ocurrió escribir este libro a partir de un recorte que encontró en el diario. Hoy, la historia del empampado continúa, en esta nueva edición.

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Los diez años de La Orquesta de los Vegetales

La Orquesta de los Vegetales, con base en Viena, hace música únicamente con vegetales frescos. Hay flautas de zanahorias, bongós de apio, bajos de zapallos y violines de puerro. Eso no quiere decir que sus integrantes sean vegetarianos, todo lo contrario. Aunque después de algunos conciertos, suelen prepara coloridas sopas con los vegetales que ya usaron. Muchas veces, la audiencia está invitada a probarla.
La orquesta da entre veinte y treinta conciertos por año en el mundo y en cada show repiten un trabajo de exploración del sonido vegetal. Por esta época, el grupo festeja sus diez años con varios conciertos en Europa. Próximamente, en Italia.

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Día Mundial del Turismo

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Otra lectura de la pesca embarcada

Andrea Knight es fotógrafa. Trabaja en el diario La Nación desde hace varios años. Además de dedicarse al fotoperiodismo, Knight muestra su vocación por la fotografía artística en sus trabajos personales. A veces, como a muchos periodistas y fotógrafos del diario, le toca viajar para cubrir historias, personajes o la temporada de verano en Pinamar. Entre todas las notas que hizo, uno de esos veranos en la costa tuvo que salir al mar desde Ostende. Se embarcó con pescadores y un cronista, para hacer las fotos de un artículo sobre la pesca embarcada. El texto que sigue cuenta su percepción de ese viaje. Porque además de sacar fotos, A. K. escribe. Y cada vez dan más ganas de leerla. La foto de este post también es de su autoría.

Arrastran el gomón hasta la orilla y lo dirigen salteando la rompiente sobre las olas, sin que éstas entren en el bote y se inunde todo. Hay que saber los movimientos exactos, para encender el motor sobre el mar calmo y partir. Se mueve bastante, pero no es para tanto. Miro el horizonte porque me advierten que es la manera de no marearme. No me mareo pero cada tanto, clavo los ojos en la línea perfecta y celeste. Pienso en el soplo de Dios.

Le doy la espalda a la gente y dejo de escuchar lo que se habla. Estoy sola. No hay Nada más que Todo.

El negro abre la heladera blanca de telgopor, adentro apelmazadas un manojo importante de pescaditos son la carnada. Sobre una tabla las parte en dos, una por una con una navaja chiquita. Sus cortes tajantes me llevan a pensar en cosas cuya única respuesta es el sonido filoso del cuchillo una y otra vez. El negro pincha la carne en los ganchos puntudos y tira la cuerda al fondo del mar. Pesca con simpleza antideportiva. Sólo tira un hilo al fondo y engancha de a uno o de a dos peces gordos y tornasolados. Sabe todo, cuántos hay, donde están, por dónde viene el siguiente cardumen. Lo lleva en la sangre. Una asmática corvina que ronronea termina tirada en un tacho azul y se volverá nuestra deliciosa cena. Boquiabiertos peces ensangrentados culminan su vida apilados como cadáveres en la época de Mozart.
Con naturalidad una y otra vez destraba el gancho de las bocas y vuelve a tirar la cuerda. Hay silencio. Yo no quiero hablar, quiero sentir la soledad del pescador aunque dure poco.

Al rato tenemos suficiente pescado y el viento empieza a cambiar, alguien quiere volver. El regreso parece más largo que la venida. Me paro y miro bien, quiero reconocer formas en la costa. Veo el Hotel Blue magnificado, está en el lugar que estuvo siempre, el de toda mi vida. Tengo una visión única, lo veo desde el otro lado como si yo fuera una africana que desde la otra costa observara mi infancia.

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Ciudades personales: el amor incondicional

Hace unos meses escribí un artículo sobre París para la revista Lugares. Antes de viajar decidí hablar con algunos amigos que habían vivido allí o viajado con frecuencia. Les pedí que me contaran sobre sus «parises personales».

Así supe que la rue Mouftard era una de las preferidas de I. También me enteré que cuando P. vivía allí le gustaba vagar por el cementerio de Passy y sus alrededores. Y supe que E. prefiere viajar solo a París. Siente una especie de loca posesión, de esas que uno siente a veces por la persona amada. Hasta le molesta que le hablen cuando camina por la rue de Buci. Si alguien elogia la ciudad delante suyo íntimamente pensará que esa persona no sabe qué es querer a París.

Así como existen «parises personales», también hay Buenos Aires y Pragas y Budapest y Bogotás personales. Como los seres amados, las ciudades personales tienen algunos barrios reales y otros construidos. Son ciudades que les pertenecen a una especie de viajeros capaz de quererlas más que los propios habitantes, más que a su ciudad de nacimiento. Más.

El amor entre las personas y las ciudades puede comenzar con un recuerdo, una conversación casual, un edificio, una luz, un momento. Algunas veces es tan radical que comienza incluso antes de conocerse. En general, son relaciones que se cultivan durante toda la vida: uno la visita y la ciudad responde con nuevos recuerdos, amistades, luces, edificios, momentos. En épocas sin viajes, la televisión, Internet, los libros y el cine acortan la distancia. En esta clase de amor, la poligamia está bien vista, no existe el divorcio y la distancia no es un problema. Bueno, a menos que después de treinta años sin París, el corazón se muera de emoción ante una vuelta.  Después de todo, hay amores que matan.

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La portátil que requiere guardaespaldas

Las computadoras portátiles ya son parte del equipaje de mano. No es extraño verlas en aeropuertos y bares de todo el mundo. Hasta en la playa de Copacabana, que este año tuvo su wifi. Pero leyendo esta noticia me pregunto dónde quedó lo portátil.

Resulta que después de décadas de autos lujosos, la marca Bentley ha anunciado que lanzará en esta temporada  una computadora portátil de lujo, Ego for Bentley, con terminaciones de oro blanco y un maletín estilo retro que combina con el tapizado de los exclusivos autos. Será una edición limitada de 250 ejemplares en todo el mundo. ¿El precio? 13.000 euros.

Definitivamente, una máquina portátil con la que no se puede salir de viaje, a menos que sea en un Bentley blindado, con un guardaespaldas y una caja fuerte. Sin olvidar el seguro, claro.

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La primavera del durazno

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La rebelión de los vándalos

Vantoux es un pueblito del norte de Francia donde viven 931 habitantes, que hasta hace unos días se llamaban vándalos.

Ya no. Días atrás, se rebelaron contra su gentilicio que en este tiempo está cargado de una connotación negativa y según ellos, puede generar confusión. «Yo soy un vándalo pero no soy un vándalo, ¿me entiende?», comentó un habitante a un periodista.

El nuevo alcalde de Vantoux, Claude Bellei (foto), propuso seis gentilicios y los ex vándalos, según dicen una gente muy tolerante y amable, votaron en una consulta popular.

El gentilicio ganador fue vantusiano, pero curiosamente el segundo más votado fue vándalo. En otros lugares, darían todo por vivir en un pueblo con un gancho turístico así. Seguramente organizarían el Festival de los Vándalos, elegirían a la Reina Vandálica, harían la Semana del Vandalismo y venderían camisetas con la inscripción YoYa los vándalos». Pero en Vantoux, los vándalos franceses acaban de renunciar a su nombre y a todo el resto.

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El mayordomo argentino de Anthony Hopkins

Cuando Pablo Coquibus vio la película «Lo que queda del día«, de James Ivory, supo que quería ser como Mr. Stevens, el mayordomo que interpretaba Anthony Hopkins. Lo que aún no sabía cuando vio la película es que unos años más tarde sería el mayordomo de Anthony Hopkins.

Coquibus es argentino, vive en Recoleta, estudió hotelería en Australia y trabaja como profesor de la escuela François Vatel en Argentina. Trabajó en hoteles reconocidos, es consultor y se sabe al pie de la letra la historia de Vatel, el chef y mayordomo del rey Luis XIV, para él el padre de la hotelería después de César Ritz.

La vida de Coquibus transcurría sin sobresaltos, quizás demasiado tranquila. Hasta el día de ese llamado telefónico, unos días antes de Navidad. Era un conocido, le preguntó si podía ir a ver una estancia cerca de Verónica. «Decíme si te parece bien para que vivan tres meses diez ingleses sofisticados», le dijeron. La estancia era para un grupo de filmación que se instalaría en Argentina. El director de la película «The city of your final destination» era nada menos que James Ivory; el productor, Paul Bradley, el actor principal, Anthony Hopkins.

Después de ver y aprobar la casa, el teléfono de Coquibus volvió a sonar: ¿Y podrías ser el mayordomo de Anthony Hopkins por tres meses? No lo vi, pero supongo que después de esa pregunta, la sonrisa de Coquibus habrá sido como la de la foto que se ve en esta página: inmensa, emocionada. Podría jugar a ser Mr. Stevens con el genial creador del personaje. Dijo que sí. Unos días más tarde estaba preparando el 70° cumpleaños del actor inglés.

Se vestía de traje negro, imprimía el menú para los comensales -Jane Birkin, Charlotte Gainsbourg, James Ivory, Laura Linney- era confidente y se las ingeniaba para satisfacer caprichos de divos. Para James Ivory su Martiny dry y para Hopkins, nada de alcohol. Lo tiene prohibido y su mujer colombiana, Stella, lo vigila de cerca.

El mejor momento del día, para Pablo Coquibus, no era cuando se sacaba los zapatos, exhausto. No. Su instante de gloria era a las 8 en punto, cuando aclaraba la garganta y decía con voz firme: «Dinner is served».

Me contó Coquibus que él siempre quiso ser mayordomo y hasta esta experiencia nunca había podido. Para él, no es una actividad denigrante. Él cree que un butler debe ser tanto o más sofisticado que su señor. Que debe tener gustos refinados y vocación de servicio. «El verdadero sirviente tiene el don de la anticipación», me dijo un mediodía hace poco, mientras ponía la mesa. «Eso quiere decir: ofrecer una bebida antes de exista la sed, tener la cena servida antes del hambre y preparar la cama antes de que tenga sueño».

Del 70° cumpleaños de Hopkins le avisaron dos días antes. Él se puso loco. ¿Cómo me lo vas a avisar hoy? Y mientras lo decía armó un plan de acción que tuvo nombre: «48 horas para los 70 años de Anthony Hopkins». Se fue en una van a Buenos Aires y consiguió lo necesario para 120 personas exigentes. «Este fue el mejor cumpleaños de mi vida» le dijo Hopkins antes de subirse al Mercedes blindado que había pedido. Coquibus no le creyó, pero igual respiró aliviado y orgulloso de sí mismo.

La película «The city of your final destination» se terminó de filmar el año pasado y hasta hubo un juicio entre Ivory y Hopkins por cuestiones de caché. Esto Pablo Coquibus probablemente no lo sepa. A él no le importa demasiado qué pasó después de esos tres meses en los que fue el mayordomo de Anthony Hopkins.

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David Foster Wallace (1962-2008)

«Hay algo ineludiblemente bovino en un turista americano avanzando como parte de un grupo. Hay cierta placidez codiciosa en ellos. En nosotros, mejor dicho. En puerto nos convertimos automáticamente en Peregrinator americanus, Die Lumpenamerikaner. La Gente Fea. Para mí, la boviscopofobia (=el miedo mórbido a ser visto como un ser bovino) es una motivación todavía más fuerte que la semiagorafobia para quedarme en el barco cuando estamos en puerto. Es en puerto donde me siento más implicado y visiblemente cómplice. Casi nunca he salido de Estados Unidos, y nunca como parte de un rebaño con ingresos altos, y en puerto -incluso aquí arriba de todo, en la cubierta 12 y limitándome a mirar- soy nueva y desagradablemente consciente de ser americano, del mismo modo que siempre soy consciente de ser blanco cuando estoy rodeado de gente no blanca. No puedo evitar pensar cómo deben vernos ellos, esos jamaicanos y mexicanos impávidos, o especialmente cómo nos ve la tripulación inferior no aria del crucero Nadir. Llevo toda la semana haciendo todo lo que puedo para separarme a los ojos de la tripulación del rebaño bovino del que formo parte, para distanciarme de alguna forma: evito las cámaras, las gafas de sol y la ropa caribeña en tonos pastel; insisto mucho en llevarme mi bandeja en la cafetería y doy gracias de forma efusiva incluso por el más pequeño servicio. Como hay tantos de mis compañeros de crucero qeu gritan, yo me enorgullezco especialmente de hablar en tono ultrasilencioso con los tripulantes que hablan mal el inglés.»

La cita es del libro «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer», del escritor y periodista estadounidense David Foster Wallace. Para escribirlo, Foster Wallace siguió el encargo de una revista de viajes y se pasó siete días en un crucero por el Caribe.

El autor, uno de los más reconocidos de la nueva generación de su país, se mató hace unos días en su casa de California.

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