Hoy me contó una amiga que se va de viaje al Norte, sola. Me preguntó qué onda, si creía que estaría todo bien. Le dije que sí, pero que no se sorprenda si alguna noche en un restaurante la miran raro, con una especie de tristeza ajena porque está sola.
Hace no mucho viajé sola por Salta, Jujuy y Tucumán. Y un sábado como hoy, pero distinto, cené en el comedor del hotel de las ruinas de Quilmes y casi me sentí culpable por no estar acompañada. Acá va el cuento:
Este sábado es distinto a todos. No es de color sábado ni tiene olor a sábado. Parece un día de antes, de una época con teléfonos que andaban mal, aunque la madre del chico down se empeñe con desesperación en hacer funcionar su celular. Parece un sábado en blanco y negro, aunque las cortinas de este restaurante sean rosadas.
El sitio tiene capacidad para treinta personas pero somos menos de diez. Me rodean cuatro parejas. Una grande y redonda, la del chico down, Patricio, que ya terminó sexto grado «en un colegio normal», aclaró su madre. Otra: un porteño y una salteña, separados y empleados públicos. Ella habla de la reencarnación y los errores de otras vidas que se pagan en ésta. Hay una pareja enamorada y risueña y unida. Deben ser amantes. La última: un morocho argentino y una suiza de rulos y piernas fuertes. Cada tanto, él me mira seductor y sorprendido, como si recordara algo que su nueva vida en Europa le quitó: una mujer argentina.
La mamá del chico down también me mira. Y hasta me habló, antes de sentarse a comer con su familia. Después del hola me preguntó si estaba sola. Cuando le respondí que sí no pudo hablar. Hizo un puchero largo con los labios y dijo pobre sin decirlo. Tenía en la cara una tristeza lejana y verde que creo que no era por mí.

Además de cortinas rosas, el lugar tiene luces en el interior de dioses dorados, una chimenea con llamas y suris y hombres con cabeza de sol. Todo es sintético y de arcilla. Techo de cardón y manteles rojos y púrpuras, como el vino salteño. Más allá de la decoración siento una tranquilidad extraña y placentera en mi primer día de viaje sola.
El argentino y su suiza pidieron un champagne. Se los lleva el mismo mozo que no me trae el pan que le pedí hace 15 minutos. El corcho vuela, ellos festejan y se produce un silencio áspero y lleno de cabezas que giran a verlos. El segundo de envidia es largo. Cuando termina, el mundo vuelve a arrancar y las parejas y yo volvemos a nuestro vinito de mesa Domingo Hermanos.
De repente me acuerdo de cuando fui a un restaurante indio del SOHO de Londres, sola. Y a otro en Ávila, en España. Y a uno más en Ushuaia. En todos, en algún momento sentí que la gente –camareros y comensales–experimentaban una cierta incomodidad con la presencia de alguien solo. No sé si a los hombres les pasa esto, me imagino que no.
Desde la cocina llega el golpe seco que alguien le da a la carne que seguramente después nos comeremos. 
– ¿Todo bien señora? –me pregunta el mozo.
Como pollo la naranja con papas españolas. Comida casera, pretenciosa, rica. Tiene buen sabor, pero el centro de la pechuga que está seco como el clima de la Puna. Algunas parejas terminaron de comer y se fueron. Ya tarde, llega una mesa más al dilecto comedor de las Ruinas de Quilmes, a 26 kilómetros de cualquier poblado. No es una pareja. Son tres tipos, parecen mineros. ¿Me mirarán porque les hago acordar a una mina?
– ¿Algún postre? ¿Higos en alníbar?
– Cuaresmillos, por favor.
Cada vez que se acerca a mi mesa, el mozo se pone incómodo, me habla mirando a la pared.
– ¿Siempre anda sola? –dice, por fin. Y me vuelve a preguntar qué postre pedí porque se le olvidó.
Actualización: https://www.viajeslibres.com/el-exito-de-viajar-sola/