En Buenos Aires, el día está nublado y plomizo. Es uno de esos sábados grises y fríos que muchos usan para leer o ir al cine. Otros, como la escritora María Sonia Cristoff quizás se sentarán en un banco del zoológico. A buscar consuelo en el encierro ajeno. «No por el efecto de la contemplación, por cierto, más bien por el de la identificación», escribe Cristoff, en su libro Desubicados, que apareció hace algunos meses en la colección In Situ de la Editorial Sudamericana.
Para Cristoff, los zoológicos son el lugar adonde escapar de la tristeza infinita. Son «el antídoto contra la resaca existencial». Desubicados retrata puntos de encuentro entre la vida de las personas extranjeras en las ciudades y la de los animales de zoológico. El libro tiene historias, sentido del humor, recuerdos y viajes, apuntes sobre incomunicación y desamparo. Cuenta sobre distintos zoológicos argentinos y también sobre animales famosos en el mundo, como el león de Daktari y el mono Cholmondeley, un chimpancé que se escapó del zoo de Londres en 1951 y se tomó un colectivo. Un chimpancé que además, tomaba té y fumaba.
«Me despierto en uno de los bancos del zoológico. El que tengo más cerca es el de Buenos Aires: siempre vengo acá cuando veo que todo se desencaja y que no hay quien lo entienda. Los seres humanos me parecen remotos incomprensibles.» (…) «Me acurruco en un lugar entre las jaulas, como un bicho más, y mi ánimo se apacigua. Lo descubrí hace unos años, varios, a la salida de un teatro».
«Me desperezo y camino hasta el sector de los hipopótamos. (…) Durante el dos mil cinco, parece, murió el noventa y cinco por ciento de los hipopótamos que habitaban el Congo. La sola idea de que los hipopótamos desaparezcan del planeta me produce una oleada de vértigo; me pregunto cómo haría ahora para soportar mi propia vulnerabilidad y también la de ellos.» (…) «Uno de los hipopótamos me mira con una media sonrisa de esas que se les generan en las comisuras, como si se estuvieran riendo de un chiste privado. Lo que daría por estar ahí, flotando entre aguas barrosas, con la mandíbula apoyada en esos lomos tibios, riéndome de algún chiste privado. (…) Un hipopótamo que hay en otra pileta contigua, que vaya a saber por qué cosa no participa del trío, abre las fauces y queda así, boca al sol durante un buen rato. Aunque dicen “Darwin dice- que el gesto puede entenderse como una amenaza, a mí me contagia el bostezo.»
En Buenos Aires el día se está apagando, y sospecho que en el zoológico debe haber más de uno acurrucado en los bancos buscando consuelo, mientras los niños de vacaciones gritan felices porque descubrieron la altura de la jirafa.
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