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El Downtown desde atrás
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La visita, otra libre interpretación del viaje
Después de conocer a Olivier Lemesle me volví a preguntar por la definición de viajero.
¿Cómo se identifica? ¿Es viajero el que viaja por más de cinco meses, un año? ¿Quien ya tiene kilómetros acumulados o quien parte por primera vez, a los veinte años? ¿Qué edad tiene un verdadero viajero? ¿Viaja con mochila o con valija? ¿Es rasca o cinco estrellas? ¿Es el que se va a Alaska en moto? ¿El que viaja para ver el mundo y después volver y hacer una vida «clásica»? ¿Es viajero el que viaja para conocer un lugar? ¿Y no es viajero alguien que viajó hasta encontrar su lugar en el mundo y se quedó ahí? ¿Y el que viaja por trabajo, un fotógrafo del National Geographic, por ejemplo?
El viernes fui a un vernissage en una casa. Seríamos alrededor de diez personas, doce a lo sumo. Había fotógrafos, pintores, videastas, una música y dos futuras doctoras en arte. Había vino y cosas ricas para comer, una ensalada de naranja, ajo, palta, jugo de limón y hierbas preparada por el mismísimo artista, Olivier Lemesle, un francés que exponía su muestra Resumen de los episodios anteriores.
Olivier tiene cincuentipocos, es su primera vez en Argentina. Vino a visitar a una amiga y a mostrar sus cuadros grises de inspiración arquitectónica. En Rennes, la ciudad del oeste de Francia donde vive, trabaja como profesor de arte y también como sereno dos veces por semana. Con eso gana para vivir y dedicarse a lo que le gusta: pintar. Conversamos un rato sobre las muestras en casas, me dice que su propia vivienda se ha transformado en sede de muchas y destaca que así prescinden de la galería, del curador. Simplemente cuelgan la exposición, la promocionan entre amigos y amigos de amigos, y punto. Sí, las luces a veces no son las mejores, pero hay otras ventajas. Me cuenta que en otros lugares de Francia también se usa esta modalidad.
Después de un rato, la charla pasa al terreno de los viajes. Me dice Olivier que no entiende a la gente que viaja, cómo puede desenvolverse en las ciudades y adaptarse a otro lugar. Me asegura que no él no es viajero, que no sabe nada de viajar. Pero unos minutos después me cuenta que en el último año estuvo en Berlín, en Montreal, en el sur de Francia, en Argentina.
– Ah, pero viajás bastante para no viajar, le digo.
– Yo no viajo, voy a visitar a mis amigos, y algunos viven lejos, entonces tengo que moverme para llegar hasta su casa.
La visita, otra libre interpretación del viaje que amplía aún más la definición del viaje. Y del viajero.
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El turista y el impresionista
El Turista. Es un visitante apresurado que prefiere los monumentos a los seres humanos. Anda apresurado, no sólo porque el hombre moderno así anda, en general,sino también porque la visita forma parte de sus vacaciones, y no de su vida profesional. Sus desplazamientos al exterior están encerrados en sus asuetos pagados. La rapidez del viajees ya una razón de su preferencia por lo inanimado con respecto a lo animado: el conocimiento de las costumbres humanas, decía Chateubriand, requiere de tiempo.
El impresionista. Es un turista perfeccionado: para empezar, tiene muchísimo más tiempo que el vacacionista. Luego, extiende su horizonte hasta los seres humanos; y finalmente, se leva a su casa ya no simples clichés fotográficos o verbales, sino digamos esbozos, pintados o escritos. No obstante, tiene en común con el turista el permanecer únicamente como sujeto de la experiencia. ¿Por qué se va? Tal vez, como Pierre Loti, porque ya no logra sentir la vida en su tierra, y el cuadro extranjero le permite volver a encontrar el gusto por ella: «Es preciso sazonar siempre, lo mejor que se pueda, la comida tan sosa de la vida».
Algunas de las categorías definidas por Tzvetan Todorov en el libro Nosotros y los otros, Siglo XXI.
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Brasil verde
A Márcio Bortulosso, el autor de esta guía de Ilha Grande, lo conocí hace algunos años cuando cubrí el Desafío de los Volcanes, un raid de aventura que unía Argentina y Chile.
Era una carrera extrema por la ruta de los volcanes. El desafío duraba seis días, los participantes apenas paraban a dormir un par de horas y seguían. Caminaban por la selva valdiviana, andaban en kayac, hacían rappel, escalada y mountain bike. Nunca pude olvidar la planta del pie de un chico del equipo uruguayo al tercer día: una pasa de uva anémica. Ni más ni menos.
¿Qué tiene que ver Márcio? El era el camarógrafo de la carrera. Camarógrafo atleta, vale la aclaración. El tipo corría al mismo nivel que los participantes, con una resistencia muchas veces mayor. Lo recuerdo como un explorador intrépido, observador atento, con sentido común. Por eso no tengo dudas en recomendar su guía: no creo que haya quedado ni una esquina sin relevar de Ilha Grande.
Con los años, el Desafío de los Volcanes ya no se hizo más, él fundó su agencia Photoverde, especializada en fotos y filmaciones en terrenos de aventura -es escalador- y ahora lanza, junto a su mujer Fernanda Lupo, una serie de libros de viajes ecológicos y culturales en Brasil, pensando en el viaje sustentable.
El primero es el de Ilha Grande, es una isla de clima tropical y mar verde en el municipio de Angra dos Reis, frente a las costas del Estado de Río de Janeiro. Tiene más de 80 praias y es un excelente punto de buceo y con senderos íntimos y una historia que incluye aborígenes, europeos, piratas y esclavos.
Próximamente: Fernando de Noronha, Pantanal, Amazonas, Chapada Diamantina, Bonito, Lençóis Maranhenses y más.
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Muerte y nacimiento en México
Juan Carlos Melgar es economista pero esa actividad sería un detalle en esta presentación. Es un amigo mexicano que siente su país y lo recorre cada semana por trabajo. Viaja a pueblos alejados de la ciudad, en estados pobres, donde hay niños migrantes que trabajan desde temprana edad como jornaleros. En sus viajes observa su tierra, se mezcla con la gente, toma fotos, prueba los platillos que le convidan, escribe. A continuación su texto para el Día de Muertos, Especial desde el DF.
«Muerte es lo opuesto al nacimiento. Pero en México está definición es inexacta. Desde hace un par de años, mejor dicho, desde que nos gobierna un presidente en guerra, todos los días, todos los mexicanos, somos testigos del nacimiento de algo nuevo. Un país que se preciaba de ser pacífico y receptor de todos los perseguidos, de la noche a la mañana, cambió.
Hoy es lugar común decir que aparecieron varias cabezas en un terreno. Nacen formas nuevas de asesinar. Descubren cuerpos en una fosa, nadie los reclama, nadie sabe de quién son. Una nueva manera de investigar e informar nace. Hombres colgados de postes con mensajes que sólo otros narcos pueden descifrar. Una nueva manera de comunicarse nace. Niños muertos por balas perdidas. Una nueva manera de mentirnos aplican las autoridades. Los niños eran adultos, ya no usaban juguetes, nos dicen. Los números de las víctimas aumentan, pero a los que tienen el poder de tomar las decisiones, pareciera que poco les importa.
Somos el país vecino del gran consumidor. Ese imperio en donde se consume la mayoría de las drogas. Ahí se venden las armas con las que los mexicanos nos matamos unos contra otros. Es ahí, cruzando el río, donde nos dicen que apliquemos cero tolerancia al narcotráfico. Mano dura. Pero, eso sí, ellos están a punto de legalizar la droga en su estado más importante. Y así, pasan los días y crecen las víctimas. Muerte. Muerte por todos lados.
En el barrio más bravo de la Ciudad de México, Tepito, miles de personas van a rezar a la Santa Muerte. La mujer que hace favores y milagros a los sicarios, a los asaltantes, a los hombres que requieren de una manita extra. Un empujón para cumplir con su objetivo. Estos días, dicen, ningún santo tiene más trabajo que ella. Y, a pesar de tanta muerte, seguimos teniendo espacio para la fiesta. Para juntarnos y reírnos. Para celebrar y ofrecer una cara amable al extranjero. Para sacar chistes nuevos y lucir ese humor negro. Ese rasgo tan característico que nos une. Los muertos esperan. Los vivos también. Existe un epitafio que resume muy bien lo que pensamos de la muerte. Es un chiste. Así dice la tumba: “Disculpe que no me ponga de pie, para saludarlo”.
Ofrenda para los 72 migrantes
Mi ofrenda de este Día de Muertos está dedicada a los 72 migrantes asesinados por los narcos en Tamaulipas. Es una muestra terrorífica de los alcances del narco en México. Hoy leía en la Revista Proceso que ya van más de 20.000 muertos desde que comenzó la guerra contra el narco, 32.000 huérfanos y 18.000 viudas.
A los 72 los mataron por la espalda, el último 23 de agosto. Venían de Ecuador, Honduras, El Salvador, Brasil. Desde México cruzarían a Estados Unidos. El viaje hacia una vida mejor terminó por matarlos, quedaron enterrados en una fosa común. Muchos todavía no fueron identificados.
Como comentaba en el post anterior, en la página 72migrantes se les rinde un homenaje virtual, con fotos y textos. Escriben Alma Gillermoprieto, Juan Villoro, Alberto Chimal, Alejandro Almazán, Marcela Turati, Elia Baltazar, Cecilia González. Alfonso López Collada eligió 72 palabras para recordar al Migrante N°7.
«72 palabras: Miseria. Desempleo. Decisión. Migración. Familia. Miedo. Ahorritos. Llantos. Escribes. Caminata. Enganchador. Dinero. Rebaja. Más. Acuerdo. Veredas. Escondites. Sumisión. Esperanza. Selva. Frontera. Quietos. Peligro. Uniformados. Pásenle. ¿Cómo? Suerte. Gracias. Risas. Atención. Inmovilidad. Tren. Córrele. Bríncale. Tropezón. ¡Pendejo! Caída. Mutilación. Sangre. ¡Ayúdenme! Nadie. Vías. Soledad. Viento. Lento. Pájaros. Sol. Luna. Desmayo. Muerte. Bájense. Síganme. Bodega. Esperen. Extraños. Armas. Acostar. Acomodar. Maniatar. Preparar. Apuntar. Pavor. Gritar. Disparar. Matar. Abandonar. Encontrados. Ordenados. Inertes. Espanto. Destino: México».
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Antes de Muertos
El año pasado en un vuelo de San Francisco a DF, conocí a Gustavo G., un migrante que se salvó.
Me contó su historia y desde ese día el árbol de toronjas tiene un nuevo sentido para mí.
Este año, algunos meses atrás, leí en las noticias sobre los 72 migrantes llegados de Centroamérica que fueron asesinados por los narcos en un rancho de Tamaulipas. Esa vez fueron 72 pero cada año son muchos más los migrantes que no se salvan.
No me extrañó ni siquiera me sorprendió la noticia porque la violencia narco en México está llegando a niveles de susto. Cuando estuve por ahí asistí a un seminario para periodistas sobre cómo cubrir el narco. Conocí la historia de los Zetas, supe que existen los Zetitas, aprendices de narco de menos de quince años, y entendí cómo es la vida cotidiana en un país que se acostumbró al poder, la ley y la violencia del narcotráfico, que incluye extorsiones, secuestros, decapitaciones.
En el DF esa realidad es lejana, pero en Chihuahua, ya son más los muertos por el narco que por vejez. Hace un tiempo era el cuarto lugar más peligroso del mundo. Hoy quizás ya es el tercero.
Conozco muchos periodistas mexicanos que cubren el narco y las pérdidas que van asociadas a la creciente actividad: familias desmembradas, mujeres solas, miedo y generación de jóvenes que se está perdiendo.
Después de la muerte de los 72, la cronista Alma Guillermoprieto pensó en hacer un altar virtual para honrar a estas personas. Convocó a periodistas, escritores y fotógrafos a componer un texto homenaje a cada uno de los muertos, muchos de ellos aún no identificados. Todavía faltan historias, pero la página 72 migrantes ya está online.
Este año, mi altar para el Día de Muertos estará dedicado a ellos. Según las coordenadas de varios mexicanos consultados, me faltarán algunos elementos en mi altar casero. Pero no importa, los reemplazaré por otros y los 72 migrantes tendrán un modesto homenaje desde Argentina.
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A propósito de los viajes al espacio
Cada vez que leo una noticia relacionada con los viajes espaciales me acuerdo de una historia mínima que le pasó a una amiga cercana.
En estos días volvió el tema. Virgin Galactic está en su fase de pruebas. Vi un video sobre el despegue exitoso de una nave que a fines de 2011 llevaría los primeros turistas al espacio. Entonces, una vez más, lo recordé.
Resulta que mi amiga tenía un novio que escribía para revistas de viajes de varios países. Un tarde de noviembre, hace unos dos años, ellos caminaban por una playa del Pacífico. Iban de la mano. El sol, naranja como una mandarina, estaba a punto de entrar en el mar. La brisa salada los acompañaba, la playa casi vacía.
Se sentaron un momento en la arena húmeda, entonces él se lo dijo: «Me preguntaron si me puedo ir al espacio».
Absorta en el atardecer, ella tardó en procesar la frase que todavía rebotaba en el aire. Hasta que reaccionó:
-¿Qué? ¿Adónde? ¿Cómo?
-Eso. Una revista colombiana quiere que empiece a escribir columnas en las que me vaya preparando para el gran momento. Ellos van a conseguir un viaje y quieren que yo vaya… al espacio.
-¿Espacio? Más despacio, por favor
-Es-pa-cio.
No le habían explicado demasiado, ni siquiera los editores que se lo preguntaron sabrían mucho. Pero tenía que dar una respuesta: ¿Podía o no podía ser un candidato para irse al espacio?
Hablaron un rato del tema. Mientras él le contaba lo que sabía de los viajes al espacio, ella se imaginaba a Ménem en esa famosa inauguración de un ciclo lectivo en Salta: «…Esas naves espaciales van a salir de la atmósfera, se van a remontar a la estratósfera..». Pensó en V Invasión extraterrestre, en George Lucas y en su chico vestido de astronauta, durmiendo en una remota estación espacial. No dijo mucho, pero incluso el atardecer le pareció insignificante comparado con el esapacio.
El día siguió, hablaron de trivialidades, cenaron, pero cada uno, en lo profundo de su ser, pensaba en el espacio. Tarde, ya en la cama, haciendo cucharita, ella lo abrazó muy fuerte y le susurró al oído: «No te vayas al espacio». El también la abrazó y le respondió: «Pídemelo otra vez».
***
Tiempo después, mi amiga se separó de su novio. Los viajes al espacio no tuvieron nada que ver. Finalmente, él no salió de la atmósfera ni remontó la estratósfera. Quizás algún día lo haga. Quizás ese día le mande un mensajito desde su Blackberry. Seguramente se reirán de este recuerdo mínimo.
Elogio de la sombra, por Junichiro Tanizaki
«Pero por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta con tanta fuerza entre los orientales? Hasta hace no mucho tampoco en Occidente conocían la electricidad, el gas o el petróleo pero, que yo sepa, nunca han
experimentado la tentación de disfrutar con la sombra; desde siempre, los espectros japoneses han carecido de pies; los espectros de Occidente tienen pies, pero en cambio todo su cuerpo, al parecer, es translúcido. Aunque sólo sea por estos detalles, resulta evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras como la laca, mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal.
Los colores que a nosotros nos gustan para los objetos de uso diario son estratificaciones de sombra: los colores que ellos prefieren condensan en sí todos los rayos del sol. Nosotros apreciamos la pátina sobre la plata y el cobre; ellos la consideran sucia y antihigiénica, y no están contentos hasta que el metal brilla a fuerza de frotarlo.
En sus viviendas evitan cuanto pueden los recovecos y blanquean techo y paredes. Incluso cuando diseñan sus jardines, donde nosotros colocaríamos bosquecillos umbríos, ellos despliegan amplias extensiones de césped.
¿Cuál puede ser el origen de una diferencia tan radical en los gustos? Mirándolo bien, como los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos, siempre nos hemos conformado con nuestra condición presente; no experimentamos, por lo tanto, ninguna repulsión hacia lo oscuro; nos resignamos a ello como a algo inevitable: que la luz es pobre, ¡pues que lo sea!, es más, nos hundimos con deleite en las tinieblas y les encontramos una belleza muy particular.
En cambio los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar persiguiendo una condición mejor a la actual. Buscan siempre más claridad y se las han arreglado para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de la sombra.»
Elogio de la sombra, Junichiro Tanizaki.
Foto: Yumi Kori, House of shadows.
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El cuaderno nepalí
Sería injusta si llamase a esto souvenir, aunque me lo haya traído un amigo como recuerdo de su viaje.
Es un cuaderno hecho a mano en Nepal, con muchas, muchísimas, hojas. No las conté, pero pesa tanto como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, el librote de Murakami que por fin terminé.
No digo que es un cuaderno boutique porque el término me saturó. Sí digo que es un objeto precioso. Las hojas son de papel chiffon, hecho a base de puro algodón. Parece un lienzo. No se extrañen si en breve cuento que empecé a pintar.
Las cubiertas son de un papel llamado lokta, que se logra a partir de la pulpa de una planta de la familia del laurel llamada Daphne Papyracea, que crece en las alturas nepalíes. En la región del Himalaya se hace papel desde hace más de mil años, y leo por ahí que esta variedad se utilizaba antiguamente en Nepal, Bután y el Tíbet para contener los manuscritos religiosos. Cada vez tento menos ganas de usarlo. Ay.
Además, claro, fue realizado según las normas del comercio ético. ¿Que dónde lo compró? En París, en la boutique del Pompidou. Cuanto le costó no sé, pero imagino que más o menos lo mismo que el libro gordo de Murakami. Una cuestión de peso, quizás.
Mientras lo miro de frente y de perfil, cuando recorro la textura rugosa y deshilachada de los cantos, descubro con cierto pesar que mi nuevo cuaderno nepalí tiene por lo menos dos problemas.
El primero es estético: tres líneas con esa letra que tengo, peor que la de un médico de guardia bastarán para arruinarlo en minutos. El segundo problema es más grave: de repente me dieron tantas ganas de volver a Katmandú. Namaste.
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