Montevideo tiene algo de foto en blanco y negro, de olor a libro viejo, de espíritu retro. Igual que el río –el mar, con perdón– cierta nostalgia atemporal acompaña una visita a la capital uruguaya.
Con poco menos de un millón y medio de habitantes, la ciudad crece y se moderniza sin perder el concierto apacible de localidad del interior.
Borges, que tuvo abuelo uruguayo y pasó largos veranos en la Banda Oriental, escribió en su poema Montevideo: “Eres el Buenos Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente. […] Puerta falsa en el tiempo, tus calles miran al pasado más leve./ Claror de donde la mañana nos llega, sobre las dulces aguas turbias./ Antes de iluminar mi celosía tu bajo sol bienaventura tus quintas./ Ciudad que se oye como un verso./ Calles con luz de patio.”
Las atracciones del Parque Rodó son un ejemplo de este sentimiento retro. En el barrio donde está el amplio espacio verde, el monumento a Confucio, la Facultad de Ingeniería y la sede del Mercosur, hay un parque de diversiones con viejos juegos mecánicos que si los vieran en Disney harían un museo homenaje.
El Gusano Loco, el Samba, el barco pirata, los Helicópteros voladores y una montaña rusa que de lejos parece construida por el Vietcong, con cañas de bambú. En los kioscos venden churros recién hechos y hay un bar donde los camareros llevan las bandejas al auto y las enganchan en la ventanilla. Sin salir del auto, el conductor mira a la gente pasar, da un trago a su bebida, está más cerca de su infancia.