El País del Humor Variable

harunyelmar«El cuento del País del Humor Variable era uno de los favoritos de Rasid Khalifa.

Hablaba de un país mágico que cambiaba constantemente, según el humor de sus habitantes.

En el País del Humor Variable el sol podía brillar toda la noche, si permanecían despiertos los suficientes habitantes, y seguía brillando hasta que la gente empezaba a hartarse de tanto sol; entonces caía una noche irritable, una noche de murmullos, desasosiego y aire enrarecido.

Y cuando la gente se enfadaba, la tierra temblaba; y cuando la gente estaba perpleja o poco segura de las cosas, el País del Humor Variable también se embarullaba: la silueta de las casas, de los faroles y de los coches se difuminaba, como un cuadro al que se le hubieran corrido los colores, y entonces podía resultar difícil distinguir dónde acababa una cosas y dónde empezaba otra…»

Harún y el Mar de las Historias, Salman Rushdie, Seix Barral Biblioteca Breve.

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La certeza de los viajes

Si no fuera porque sé que mañana a esta hora estaré volando hacia Aruba, una isla en el Caribe donde sí, está lleno de yanquis de vacaciones, pero también hay sol, calor y playas lindas, me costaría más remontar la noche de anoche.

Algunos tienen la certeza de los hijos, un marido, la casa propia, el mejor trabajo, un sueldazo. La mía, mi única certerza es que mañana volaré a Aruba, que pasado mañana estaré hospedada en un hotel con vista al mar turquesa y enseguida alguien me contará una historia sobre su vida en Aruba que más tarde escribiré.

¿Movimiento infinito? ¿Sueño del viaje interminable? ¿Paisajes acumulados? ¿Historias? ¿Horas de vuelo? No lo sé, pero el viaje es mi certeza. La que me permite acostarme medianamente inspirada a pesar del bueno de Charly, que habló toda la noche y era tan estructurado que en un momento me dijo, como preguntándome, si yo era ¿moderna?

Una vez leí un libro de Boris Vian, La Hierba Roja. En un momento dice algo así como que el recuerdo nunca es puro porque está afectado por los pensamientos, que lo custumizan como quieren (Boris Vian fue más poético, seguro). No voy a decir que me lo imaginaba más alto, sería un detalle. Además, no era petiso para nada. Tampoco comentaré que usaba zapatos náuticos. Ni siquiera mencionaré sus patillas cuidadosamente afeitadas como triángulo isósceles.
Vamos a comer a un bolichito en Colegiales. Estoy famélica, así que mientras lo escucho me devoro la panera. Cuando la moza me sirve el vino a mí primero, él comenta: “Mirá, te lo dio a probar a vos”. Más tarde, cuando yo sirvo más vino porque las copas están vacías, me dice: “Uy, disculpá”.
No pasa nada, Charly.

Rewind. A Charly lo vi tres o cuatro veces. La primera, en alguna fiesta en un piso 25. Después un par de veces, en el civil y en la fiesta de casamiento de una amiga. Me acordaba de su mirada. A pesar de estar con su novia, me miró. También lo miré, cuando él no me miraba. Quizás fue eso. Pucha, tendría que haber mirado más.

De alguna manera, siento que la mirada lleva toda la información de una persona: aventuras, tristezas, perversiones, esperanzas, odios. La mirada es una etiqueta, en otro orden, un nombre. Durante mucho tiempo entendí a la gente sólo mirándola. Eso fue hasta hoy: los modelos están cambiando o las miradas vienen vacías.

Todo esto de la mirada es por Charly, que me llama desde abajo a las 23.30. Cuando bajo y abro la puerta, me asusto (aunque sonrío, claro) porque no encuentro esa mirada que recordaba. Ya vendrá, pensé. Estará escondida, será tímida, va a aparecer. Espero. En lugar de la mirada, viene la comida y él me pregunta si no uso un cordón rojo contra la envidia por los viajes, creo, cómo explicarle que son mis certezas, se complica. Él me muestra el suyo, entre otros varios collares y cintas que me hacen acordar más al cuello de un perro que al de Charly, el de la mirada inquietante de cuando fuimos testigos del casamiento de Ali. Una amiga me dijo que el traje engaña, quizás sea eso.

Marquise de chocolate, budín de dulce de leche, flan de coco o de naranja, ésos son los postres.
– A mí siempre me fue el dulce de leche, dice él.
– A mí me gusta el coco y la naranja, digo.
Él pone cara de no. Entonces yo cedo porque dicen que en la pareja hay que ceder, así que practico a ver si encuentro pareja.

– ¿Chocolate te va?
Compartimos el postre. Me cuenta que los amigos le enseñaron a hacer patis al horno y que yo le parezco “de mundo” porque sé qué es el marquise.

– ¿Más vino, Charly?
– Uy, de nuevo, disculpá

La noche terminó en el auto. Ninguna ilusión, puras palabras. Hoy, el día después, puedo decir que sé batante sobre Charly. Sé sobre sus andanzas en moto, una choper, por la Patagonia porque en la época de Menem, cuando todos viajaban por el mundo, él gastó su dinero en conocer Argentina, ché. Sé que le gusta navegar, pero que vendió su barco y como no tuvo trabajo durante un tiempo, al final “se lo comió”. Sé que tiene una madre y tres hermanos, que es peronista, “pero de Perón, eh”. Que estudió imagen y sonido, pero que también le gusta la producción, “puedo estar adelante y atrás de cámara, en las artes visuales, quiero probarlo todo”. Sé que fue coordinador de viajes a Bariloche y que tiene un perro que se llama Rosca “que es un hincha pelotas”. Sé sobre su ex novia y sé que el tiempo pasa y no veo tus ojos, Charly, no encuentro tu mirada. ¿Es que no hay buenos faroles en mi cuadra?

También sé que en un rato me llamará la madre de Ali, mi amiga. Ayer, cuando le conté que saldría con Charly me dijo: “¡Taradita, yo te hice gancho! ¿No te das cuenta que le hablé a Damián (el marido de mi amiga Ali) de Charly y vos?” Antes de cortar el teléfono, me susurró: “Vos no le cuentes a nadie que vas a salir porque hay mucha envidia y dejáme a mí que le rezo a San Expedito para que se te dé”. De… Demás está decir que gracias, Blanquita, mejor rezá por vos que yo me voy a Aruba.

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Buenos Aires, tras la lente de un noruego

Unos meses atrás, entrevisté al fotógrafo noruego Bjarne Bare, a propósito de su paso por Buenos Aires. Venía en busca de la soledad urbana, del vacío que esconden las ciudades y sus habitantes. Ya de regreso en su país me escribe para contarme que ha seleccionado las fotos que componen la serie Buenos Aires Color,  que se puede ver a continuación.

 

Recuerdo que cuando hablamos la primera vez me dijo que de más chico -ahora tiene 25 años- pensaba que Buenos Aires era una especie de París pero en la selva. Después vino y vivió algunos meses y conoció Flores y Almagro, y le gustó La Boca y se hizo amigos y comió un asado en una isla del Delta. Estas fotos y el resto de la selección que se puede ver en su página son el resultado de un viaje a una selva que no es exactamente como él se la imaginaba.

De Buenos Aires, Bjarne viajó a París para ver si encontraba alguna similitud entre las dos ciudades. Me cuenta en su correo que encontró coincidencias, pero fueron de tipo arquitectónico: «No pienso que se pueda comprar a los franceses con los argentinos. En París no existe el ritmo de Sudamérica, no hay latidos de tango por allá«.

Ahora está en Noruega y asegura que el clima es agradable. Igual, acaso para probar que el verano existe tan al norte, adjunta una foto que tomó con su celular: se ve la ventana de su cuarto, una orquídea en flor y otra planta suculenta en el alféizar, el cielo azul y la luz que inunda el cuarto.

Me cuenta que aprovecha el buen clima de su país para trabajar. Recién termina de curar una gran muestra de siete fotógrafos noruegos que trabajaron en Japón. La exhibición, que se inauguró el sábado pasado con sushi y cerveza, consta de 60 fotografías. Bjarne ha hecho un trabajo sobre los Rockabilly japoneses y a fin de este año regresará a Tokio.

«Quería que mis fotos mostraran un diario del viajero anónimo. Espero que cuando las personas miren esta serie de fotos puedan inventar sus propias historias».

«Me gustan las fotos con esas cualidades, abiertas a las historias y cerradas en tanto fotos terminadas. Creo que las fotos muestran un cierto ritmo y la mirada curiosa de un extranjero«.

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Alex Aldama, el dios de Fuego 718

Fuego 718 es uno de los primeros negocios de la nueva época de Williamsburg, un barrio de Nueva York que hoy aparece en las revistas de tendencias y tiene locales cool y se deshace en onda.

Cuando el catalán Alex Aldama llegó aquí con su novio gringo, ocho años atrás, había casas bajas y vecinos de clase media, era un lugar olvidado de Brooklyn. Pero él tuvo un presentimiento, olfateó que había que quedarse y montar el negocio allí. Eso hicieron y hoy están en el centro de la escena, entre locales de ropa vintage, cafés recomendados y chicos que van por la vida en skate.

Ni bien entré en Fuego 718 sentí que estaba adentro de un caleidoscopio. En la tienda hay espejos, telas brillantes, corazones rojos de aluminio, colores de Oaxaca, colores de Cuzco y de Antigua Guatemala, colores en las paredes, en el piso, colgando del techo, en la camisa de Alex y en todas partes. Fuego 718 guarda, en 249 Grand Street, una muestra de los colores de América Latina.

Descubrí el local cuando se celebraba en Estados Unidos el Día de la Madre y, como cada día de la madre desde que abrió, estaba todo rebajado un 40 por ciento. Alex impuso este detalle en honor a su madre Ignacia Anglada Hernández, para él, la mujer más maravillosa del mundo.

Después de conversar un rato, puedo decir tres cosas de Alex Aldama: 1) que es una de esas personas que viven muchas vidas en una. Trabajó en La Fura dels Baus y en el Sónar de Barcelona, ahora tiene este negocio en Nueva York y pronto piensa retirarse y vivir en el campo, en Murcia. Apenas pasó los 50, pero se convenció de que está cansado; 2) que el tipo es una especie de concentrado de amor. El poco rato que pasamos juntos me hizo sentir tan a gusto como un amigo de siempre. Y todo, absolutamente todo lo que dijo tenía un fondo dulce y amoroso; 3) que si lo ve Pedro Almodóvar seguro que lo recluta para su próxima película.

Mientras tanto, Alex espera a sus clientes decidido a hacerles pasar un buen rato, a dejarlos disfrutar del color y del calor en Fuego 718, una tienda de regalos brillante como un caleidoscopio.

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Ai Kawashima al sol

Dear Tabidachi No Hi Ni, de Ai Kawashima, J Pop star japonesa adorada esta temporada en Nueva York (y hoy domingo, en Buenos Aires).

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Rodada Mundial Ciclista… al Desnudo

En distintas ciudades del mundo y, por primera vez en Nueva York, se realiza hoy una Rodada Mundial Ciclista al Desnudo (World Naked Bike Ride). Oleadas de ciclistas sin ropa -o con la ropa que se animen a sacarse- pedalearán por las calles en señal de protesta por cultura del automóvil, la dependencia del petróleo, la emisón de gases tóxicos.  

Esta fecha, preferida por voyeurs de todo el mundo, comenzó hace cinco años. El primer encuentro fue en Londres y se reunieron apenas 58 ciclistas en Hyde Park. Ese mismo año, la Manifestación Ciclonudista rodó en España, donde también lo hará hoy, en nueve ciudades.

El evento fue creciendo año tras año y ya se hace en cincuenta ciudades del mundo. En 2008 se congregaron, sólo en Londres, más de mil ciclistas desnudos y con alegres body paintings.

En el DF también hay paseo al desnudo, hoy a las 12 del mediodía. En este caso, la rodada se hace por segunda vez y se busca promover, además de la responsabilidad ambiental, el respeto por los ciclistas urbanos y creación de ciclovías. Lugar de encuentro: la explanada de la Puerta de los Leones del Bosque de Chapultepec, sobre Av. Reforma.

Aseguran los que lo probaron que no es para nada incómodo, dicen que hasta raspa menos que andar con ropa. Pero lo más probable es que sean fanáticos, así que si alguien tiene la piel sensible, que no se olvide un almohadón ni el bloqueador solar. Ahora sí, desnudos ante el tráfico y listos para celebrar la libertad del cuerpo, la individualidad y la cercanía del verano, ¡a rodar!

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La arquitectura de la soledad

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Hablar de pintores favoritos me recuerda a cuando me preguntan ¿y cuál fue el lugar del mundo que más te gustó? y no puedo contestar porque la pregunta me parece absurda.

Eso me pasa con los lugares, pero no con los pintores, bueno, al menos no con Hopper. Puedo decir en voz alta que Edward Hopper es uno de mis pintores favoritos. En mis viajes, trato de seguirlo. Si algún museo tiene algo de él, le hago una visita. Por eso fui una mañana nublada al Whitney Museum.

La mujer que vendía el ticket de entrada al museo me advirtió que no estaban todos los cuadros de Hopper, al parecer andaban de gira europea, como una banda de rock. Igual entré y fui directo al 5° piso, donde está la obra de este americano particular.

Entonces, me senté frente a este cuadro, A woman in the sun (1961), y pasé un buen rato mirando la cama deshecha, el cigarrillo entre los dedos, la cortina que se vuela con la brisa, el reflejo que entra por la ventana, rectangular como el Central Park, el cielo y la luz que se meten en la habitación acaso para acompañar la soledad de la mujer.

Este cuadro pertenece a la etapa más conocida del artista, pero en el Whitney conocí la primera época de Hopper, cuando viajó a París, y pintaba casas y puentes y personajes en bares y complejos dibujos de los años 30 inspirados en conceptos arquitectónicos, dotados de un minucioso detalle comparado con la síntesis posterior. Era otro Hopper, seguramente estaba construyendo su camino hacia lo que vino después: pinturas sintéticas, donde el surrealismo se imprime en la experiencia cotidiana, en la realidad de de un bar solitario o un cuarto con las ventanas abiertas se puede ver el drama americano.

Lo mejor del Whitney es que muestra el camino recorrido por Edward Hopper, el tránsito desde la primera arquitectura, la construcción concreta con vigas y estructura y niveles, hacia la arquitectura de la soledad y los mundos construidos con angustia, luz, incomunicación. Como dice el padre de un amigo, Estados Unidos es el país mejor comunicado del mundo, pero nadie tiene a quien llamar.

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Mejor en subway

El metro de Nueva York se inauguró en 1904. En aquella época, el viaje costaba cinco centavos. Hoy sale dos dólares. Por eso, lo mejor es comprar una tarjeta que sirve para el subway y para la red de buses. La Metrocard por una semana, cuesta 25 dólares y por dos, 48.

 

El subway tiene 26 líneas, 468 estaciones y es usado por más de cinco millones de pasajeros por día. Es la mejor forma de manejarse en la Gran Manzana. Los trenes pasan muy seguido y el servicio funciona las 24 horas. Por la noche, tarde, hay menos gente, los trenes tardan más en venir y aunque quizás parece, no es peligroso.

 

Es imprescindible conseguir un buen mapa y estudiarlo para no perder más tiempo del necesario (en Nueva York siempre falta tiempo) en trenes que no se detienen en la estación que buscamos porque son expresos, como el 4 y 5 de la línea verde, o porque se bifurcan, como la línea roja cuando llega a Haarlem.

 

Lo bueno de perderse es que siempre (o casi) hay alguien dispuesto ayudar al desorientado y eso lleva, seguro, a una conversación. Como la que tuve con José, un puertorriqueño que vive en Nueva York hace 40 años y, como me dijo, conoce estos pasillos más que el living de su casa. José se bajó del tren y subió tres escaleras, que después tendría que bajar, sólo para indicarme cuál era el tren y el lado correcto del andén.

 

También en el subway conocí a «cara de aguacate», otra puertorriqueña que tenía el cuerpo con forma de huevo y la cara pintada con el cuidado de una actriz. Cejas depiladas perfectas, pestañas enruladas y tiesas de rimmel, labios rosa nacarado. El pelo corto y con parafina, como los surfers. Cara de aguacate era vigilante del metro, llevaba un uniforme azul y aparatoso, parecido al que usan los policías. A los que veía con el mapa en la mano les preguntaba adónde iban y de dónde eran. Así, nos pusimos a hablar y me contó que fue conductora del tren durante veinte años. Ahora lo dejó por problemas respiratorios, me dijo que tenía el pecho lleno de partículas metálicas microscópicas. Sigue abajo, respirando luz de tubo y sin ver el sol. Pero ya no conduce ni anda por los túneles oscuros.

 

Me contó que era puertorriqueña y que no tenía problemas en decirlo. «No soy como esos compatriotas que se hacen los gringos y esconden su nacionalidad. «Además, ¿cómo tu crees que podría yo hacer eso con esta cara de aguacate que tengo?«, me dijo y nos reímos las dos ¡porque era cierto! En el próximo cuadro ya estoy adentro del tren y nos saludamos por la ventanilla, todavía riéndonos, hasta que se mete en un túnel.  

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Las tres Nueva Yorks de E.B. White

here-is-new-yorkEn el caluroso verano de 1940, E.B. White escribió un ensayo íntimo y afectuoso sobre su ciudad, Nueva York. El libro, elegido por el New York Times como uno de los diez mejores que se hayan escrito sobre la ciudad en todos los tiempos, se llama «Aquí está Nueva York«.

Si bien incluye la paranoia ni el turismo masivo de esta época, las reflexiones de White, perceptivas, nostálgicas, divertidas, todavía están vigentes y basta empezar a leerlo para sentirse de paseo por las calles de Manhattan. 

«Existen vagamente tres Nueva Yorks. Está, primero, la Nueva York del hombre o la mujer que ha nacido aquí, que toma la ciudad tal como es y acepta su tamaño y su trubulencia como natural e inevitable. Segundo, está la Nueva York de los commuters -la ciudad que cada día es devorada por langostas cada día y escupida cada noche. Tercero, está la Nueva York de la persona que nació en otro lado y vino a Nueva York en busca de algo. De estas tres ciudades vibrantes, la más grandiosa es la tercera -la ciudad del destino final, la ciudad que es una meta. Es esta tercera ciudad la que cuenta para la disposición temperamental de Nueva York, su conducta poética, su dedicación a las artes,  y sus logros incomparables. Los commuters le dan a la ciudad su inquietud inagotable; los nativos le aportan solidez y continuidad; pero los colonos le dan pasión».

E. B. White, Here is New York, 1949

(Here is New York es también el nombre de una organización sin fines de lucro surgida después del 9/11, que exhibió y vendío imágenes del trágico atentado. Cualquier persona con fotos de ese día fue invitada a participar y las fotos se vendieron por 25 dólares en un negocio en el SoHo. La extensa galería de fotos se puede ver online.)

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La espera disconforme

Ok, voy a esperar a que me ubiquen, a pesar de que el restaurante está vacío y es mediodía, y hay mesas libres adelante, en el medio y en el centro del local.

Esperaré al acomodador aunque esto no sea un cine ni un teatro.

Ok, esperaré acá parada, como esperan otras personas. No importa si estoy cansada porque ya hice fila -y esperé- en el aeropuerto y en el  MoMA y en el Met y en Starbucks y en el Empire State y en la Estatua de la Libertad.

Esperaré aunque no entienda esta espera como un gesto de delicadeza sino como un código más de control.

Ok, esperearé como si hubiera un semáforo rojo enfrente aunque no lo haya. Esperaré sólo porque me lo piden por favor (y porque no hay otro restaurante cerca). Eso sí, que quede claro que es una espera con total disconformidad.

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