Malverde, el santo de los narcos

malverdePara muchos mexicanos ayer fue San Jesús Malverde. Este personaje, desconocido por la iglesia católica, cuenta con la fe de miles de aztecas, especialmente de sinaloenses, que cada 3 de mayo festejan en aniversario de su muerte. La de ayer fue una fecha importante: el patrono de los narcos cumplió un siglo de muerto.

Se trata del único santo con capillas en distintos estados, hay varias en Sinaloa, la capital del narcotráfico, y otras lugares de la república. Su influencia también ha llegado hasta Cali, en Colombia y Los Ángeles, también en Cali… pero California.

Según la leyenda más extendida, Malverde nació en los años 70, cuando el capo Julio Escalante ordenó matar a su hijo por realizar negocios sin su conocimiento. Según esto, herido de una bala de plata y arrojado al mar, el joven suplicó a Malverde su ayuda y fue entonces salvado por un pescador.

Se corrió la voz del milagro y en ese momento, famosos narcotraficantes como Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca y Amado Carrillo Fuentes comenzaron a acudir a la capilla de Malverde. Increíble, pero todos estos hombres hoy en día están presos o muertos. A los que siguen sus pasos no les importa, para ellos “más vale vivir un año como rey, que diez como güey”.

Hoy, las capillas de Malverde son visitadas por peregrinos y también por grupos musicales que interpretan los conocidos «narco corridos» sin ningún motivo aparente, pero la verdad es que están agradeciendo a Malverde porque se ha pasado, exitosamente, algo de droga al otro lado de la frontera. En la entrada venden estampitas, velas, colgantes y hasta olorosos jabones de San Malverde.

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Sakura Matsuri, el festival de los cerezos

El viernes llovió todo el día en Nueva York, y la japonesa del restaurante donde almorcé me dijo que no fuera al festival del sábado. Que seguro que el viento y el agua tiraban todas las flores de los árboles, que haría frío, que estaría el jardín lleno de barro. Me dijo tantas veces que no fuera, que al final fui.

Llegué por la tarde, después de las nubes de la mañana y la garúa del mediodía. A la japonesa del restaurante le falto decirme que la fila para entrar era de una cuadra. Pero avanzaba rápido y enseguida estuve dentro de la nube rosa que es el Festival Matsuri Sakura, en el Brooklyn Botanical Garden.

En síntesis, este festival es un homenaje a los cerezos, una fiesta para celebrar el cambio de estación, una especie de canto a la primavera. Hanami es la palabra que describe la tradición de ver cada momento del florecimiento de los cerezos. Las primeras flores, las flores de la mañana, la de la tarde, la de la noche, cada una recibe un nombre. Hasta el acto de acercarse a ver el florecimiento de los cerezos tiene un nombre. Se llama hana-gari o sakura -gari.

Gari sinifica perseguir. Perseguir la emoción de ver las delicadas y frágiles flores de los cerezos. Perseguir la primavera. Porque los cerezos anuncian la primavera. Y tienen que ver con lo efímero: sus flores duran apenas dos semanas. El año pasado publiqué algo del Matsuri Sakura en Viajes Libres. Se puede leer aquí y ver un video espectacular hecho a partir de tres mil fotos digitales tomadas durante una semana en el jardín.

El Jardín Botánico de Brooklyn tiene 220 cerezos, parte de los dos mil que donó Japón a Estados Unidos a principios de siglo pasado.

Ayer en el festival estaban todos en flor: los de la explanada de los cerezos y los de la caminata de los cerezos  y los que rodean al lago.

En medio de esa nube rosa y del ambiente kawaii hubo performances, workshops de origami, tambores taiko, DJs ultra pop, exhibiciones de azaleas bonsai, tours guiados por el jardín y miles de japoneses lookeados para la ocasión, con pelucas rosas a tono con las flores de los cerezos, con kimonos y algunos también en versión punk, con un martillo de goma negra que les atravesaba la cabeza o con gotas de sangre dibujadas en las mejillas.

Hubo quienes durmieron siestas perfumadas de glicinas acostados sobre el césped acolchado como una alfombra, otros se dieron besos entre las flores -el evento era el marco perfecto para una cita romántica- y todos se sacaron fotos digitales. Muchos, incluso, aplicaron el truco de la lluvia de pétalos moviendo las ramas de los cerezos. Papel picado natural.

No se cuántos japoneses viven en Nueva York, pero ayer en el Matsuri Sakura había miles. Si no fuera por el aroma a hot dog que llegaba desde el gacebo de comida hubiera sentido que estaba en Japón. Por suerte los panchos se terminaron enseguida y la voz dulce de la J-pop star Ai Kawashima me llevó otra vez a Tokio.

Uno de estos días voy a volver al restaurante de la japonesa para contarle que el panorama negro al final fue rosa.

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Wifi gratis en Nueva York

Encontrar café Internet en Nueva York es complicado. Por lo menos en Midtown.

Primero entré a Starbucks y le pregunté al empleado de la caja si había wifi pensando, claro, que era gratis.»Por supuesto, me dijo». Entré me pedí algo y enchufé la máquina. No encontraba la señal, después salió una página de AT&T diciendo que la conexión cuesta 4 dólares por dos horas y 20, el mes. Me pareció caro y me fui.

Caminé y caminé. La máquina en la mochilacomenzaba a molestarme. Cuando veía un café preguntaba, pero la respuesta era siempre igual: no tenían wifi o era más caro: 10 dólares por el día. También es paga la red que ofrece el gobierno de Nueva York y permite conectarse en varios espacios públicos de la ciudad, que incluye áreas comerciales y parques.

Harta y dispuesta a pagar lo que fuera descubrí, escondida en una bajada de metro cerca de Lexington Ave., una sede de la Biblioteca Pública de Nueva York. Entré enseguida y había wifi gratis. En una mesa larga, un grupo de gente trabajaba con sus computadoras, en un silencio divino. Cada tanto, el carro de bomberos me recordaba que estábamos en la ciudad.

En muchas de las sedes de la Public Library se puede obtener el servicio.En la principal, la de la Quinta Avenida, también. Además de las charlas gratuitas y las visitas guiadas por el bello edificio inaugurado en 1911, sin duda uno de los hits de arquitectura antigua de la ciudad.

Ni bien llegué a la biblioteca, hace un par de horas, tenía apenas dos compañeros de mesa. Ahora ya no hay lugar. Al lado tengo un indio, que por tez bien oscura, podría arriesgar que es de Tamil Nadu. En frente, hay un chico con aspecto de vender comics en un garage sale de Chelsea. Quizás vino a hacer un trámite al Midtown. Más allá, hay un viejo tan blanco que parece descendiente de albinos canadienses y en la mesa de enfrente, tengo un africano con una camisa con leones dorados sobre una trama verde. Le preguntaría dónde se la compró, pero seguro que se la trajo algún pariente de Ghana. Al lado del negro hay un hombre rubio con una bandera de Estados Unidos en la parca. Lleva una cruz de oro en el pecho, el cabello muy corto y la mirada inconfundible de un natural born killer.

Es el primer lugar de Nueva York donde no veo latinos. Aunque esa chica de la punta podría ser hija de colombianos. Sí, seguramente escucha a Shakira en su Ipod.

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Un largo viaje para un pequeño corte

Hace unos días que estoy en Nueva York. Aunque la familia y los amigos me escriben para que compre barbijos, admito que todavía ando con la boca descubierta. He leído que hay casos, pero por lo menos a Manhattan la psicosis de la influenza porcina aún no llegó.

Durante estos días, en el barrio neoyorquino Tribeca hay más movimiento que de costumbre. Se está celebrando la octava edición del Tribeca Film Festival, ese que fundó Robert De Niro después del 11 de septiembre de 2001.
Una de las películas que me interesaría ver es Partly Private un documental, dirigido y protagonizado por Danae Elon, sobre un viaje distinto. El viaje que realiza una pareja judía para investigar el universo de la circuncisión antes de decidir si se la practicará o no a su hijo en camino. ¿Cortar o no cortar?

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Desde México, con dolor

Copio una carta que me hizo llegar un amigo desde el DF, una ciudad que por estos días vive momentos de tristeza, incertidumbre y psicosis colectiva.

Queridos amigos,

Les escribo desde la ciudad en donde, según la OMS, se está en la antesala de la pandemia. Lo que puedo contarles es que jamás había visto yo así a mi ciudad, las personas andan todas con tapabocas y con miedo en los ojos. Nadie se saluda de mano, no se diga de beso. Estornudar se ha convertido en algo muy mal visto, haciendo que el protagonista del “achu”, se vuelva sospechoso en cuestión de segundos.

En mi trabajo nos han dado la orden de realizar actividades con el mínimo de las personas posibles. Las mujeres que tienen hijos menores de 10 años tienen prohibido ir a la oficina, la gente usa las escaleras en lugar del elevador. Nadie quiere estar cerca de nadie. No cabe duda, el miedo se ha desatado.La misma situación es la que se vive en el gimnasio, al cual fui ayer. Lunes a las siete y media de la mañana, lo normal hubiera sido encontrarme con varios deportistas tempraneros. ¿Mi sorpresa? Nadie. Era yo el único que sudaba y sudaba.

Pero lo más impresionante de todo, por lejos. El supermercado. Anaqueles vacíos, gente con carritos repletos, todos usando el tapabocas, todos con miedo en los ojos, todos con la interrogante de qué sigue, todos sufriendo. Un horror.

Hasta el momento no se ha detenido la actividad económica, pero los restaurantes ya no pueden abrir después de las cinco de la tarde. Igual, nadie va a éstos. Hoy en día, la Ciudad de México es lo más parecido a las imágenes de la película de “Soy Leyenda”. Ojala y todo esto termine pronto.

Ya sé de dos personas que han fallecido por esto. El primo de un amigo del colegio y un sobrino de una mujer del trabajo. Ambos se fueron unos días antes de que se desatara la psicosis y la alarma. Lo que significa que seguramente nos falta mucho por ver, esperemos que el gobierno esté preparado para lo que viene. Como me dijo ayer una compañera del trabajo, “Juan Carlos, sólo nos queda rezar. El planeta se está limpiando”, frase que repetía y repetía, como un mantra, mientras bajábamos ordenadamente las escaleras de emergencia, dirigiéndonos a una zona de fuera de riesgo, había temblado. Como si no fuera suficiente con el virus.

Los saluda cariñosamente,

Juan Carlos Melgar

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Un mandala de piñones

En algún sentido, los piñones son o, mejor dicho, fueron la base de la cocina mapuche. En una época no tan lejana, los pobladores originarios de estas tierras altas aprovechaban al máximo el fruto de la araucaria o pehuén, el árbol que dominaba la zona y que le dio nombre a Villa Pehuenia y a la IX región chilena, la Araucanía.

Si es un buen año, de cada árbol -sólo las hembras dan piñones- se pueden obtener más de cien kilos de piñones. Como me contó doña Angela Trekaman, una mujer mapuche que conocí en Cinco Lagunas, uno de los mejores paseos de Villa Pehuenia, «el piñón ahora ya no se usa como antes, ahora es más chico y más seco, ha cambiado». Antes se agregaba en el puchero, como si fueran porotos, y se hacía puré. También usaba la harina  para hornear pan, y se preparaba mudai, una bebida a base de piñón. Si bien se puede tostar, la manera más difundida de comer el piñón es hervirlo. Los primeros pobladores lo usan menos, pero los nuevos cocineros se acostumbraron a mezclarlo en los rellenos de sus pastas y hasta en postres.

Denise Giovaneli, la fotógrafa con la que viajé a Neuquén, me propuso un día que armemos un mandala de piñones. Hay un artista que a Denise le encanta y en él se inspiró. El tipo se llama Andy Goldsworthy y se dedica a construir estructuras a partir de elementos de la naturaleza: flores silvestres, palitos, agua, hojas. Entonces, ese día nos fuimos hasta Bahía de los Coihues, en la punta de la península de Villa Pehuenia y hicimos un mandala de piñones sobre una roca, éste que se ve en la foto.

Cuando lo terminamos, siguiendo la costumbre tibetana, lo desarmamos en un canto a la impermanencia de las cosas y de la vida. Después, nos fuimos a pasear por un bosque de coihues.

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El remisero de las montañas

El ónmibus llegó a Villa Pehuenia desde Neuquén capital. Traía pasajeros locales, que compraron allá mercaderías que cuestan mucho menos que en los parajes alejados donde ellos viven.

En la parada, los remises esperaban para trasladar a los paisanos hasta sus casas en las montañas. 

Después de acomodar todo en la caja del Falcon modelo 95, don Almeida se subió al auto, bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo negro.

– Adónde vamos, maestro? -le preguntó el remisero, que no era de la zona.

– A mi casa -le dijo el paisano.

El remisero necesitó volver a preguntar porque además de forastero, era nuevo:

– ¿Y dónde vive? -le preguntó el remisero mirándolo por el espejo retrovisor

– Allá arriba -le dijo el paisano mirando hacia la montaña.

El remisero tuvo que volver a preguntar varias veces. A don Almeida y a otros paisanos que llevó durante su etapa de remisero. Así fue conociendo todas las casas y los diferentes matices «allá arriba», imperceptibles para el recién llegado. Como el blanco para los esquimales, aquí en Villa Pehuenia «allá arriba» puede ser en tantos sitios diferentes.

 Después de un tiempo, el remisero de este post se volvió un conocedor y dejó el remís para convertirse en guía de turismo. Cuándo le preguntan dónde estudió, él responde que en el Falcon modelo 95.

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Caldo de Aluminé

Algunas mañanas, a eso de las 7.30, el gran lago Aluminé se cubre de bruma baja y espesa como la que se ve en la foto. Una mañana fría, me desperté temprano y corrí las cortinas de mi habitación en La Balconada

Al encontrarme frente a ese paisaje misterioso no pensé en El Señor de los Anillos. Me imaginé que alguien estaba preparando un caldo enorme y muy caliente. El caldo de Aluminé hervía como loco, pero el cocinero estaría atendiendo otra faena porque no llegó a revolver su sopa. Después de una hora, el caldo dejó de hervir y quedó liso como una gelatina. Con sólo mirarlo, un chef hubiera dicho que estaba listo.

Esa noche, cuando fui a cenar leí todo el menú pero no encontré ningún caldo de Aluminé. «No hay caldo, pero la trucha del lago es muy buena», me dijo el cocinero. Y tenía razón.

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Mujeres solteras, se necesitan

ladiessignalEso dicen  en Villa Pehuenia. Que faltan mujeres, que lo anuncie ¡por favor! en mi página.  «Eso sí, poné que sean lindas y que tengan entre 25 y 35 años«, me dijeron varios hombres que hoy trabajan como guías de montaña y de pesca, como cocineros, recepcionistas y camareros. Hombres buenosmozos, con pinta de leñadores. «Somos muchos más hombres que mujeres en la Villa«, insistieron ellos.

Y entre varios me contaron esta historia. Resulta que hace un tiempo llegó de vacaciones una mujer muy linda. Viajaba con su abuela y se quedaron varios días en una hostería de la Villa. Como Pehuenia sigue siendo un pueblo, la noticia de que había llegado una chica linda ¡y soltera! corrió rápidamente entre los guías y cocineros y recepcionistas que trabajaron durísimo para conquistarla.

El guía llegó puntual a la excursión, hizo más bromas que nunca durante el circuito y fue amoroso con la abuela. El cocinero preparó una trucha grillada tan perfecta que podría haber ganado un premio internacional. El camarero la llevó urgente a la mesa para que no perdiera calor y no se descuidó un instante en su trabajo, siempre sonriente y atento a los deseos de abuela y nieta. El que se encarga de la excursión en lancha les dio la mano al subir y al bajar y siempre veló porque estuvieran bien. Tan esmerada era la atención que la abuela le dijo un día a su nieta: «¡Pero qué caballeros son los hombres en este lugar!».

El recepcionista, creen algunos, tenía ventaja porque la veía varias veces por día. Por eso o porque fue el mejor en las artes de la conquista, se ganó el amor de esa chica linda, que hoy es su mujer y espera un hijo suyo para dentro de un par de meses.

Los demás, los que me contaron esta historia, hombres buenosmozos con pinta de leñadores, siguen haciendo su trabajo y están atentos a la llegada de chicas solteras a Villa Pehuenia.

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El fin de la veranada

Este post tiene vencimiento. Sólo el que viaje en los próximos días por el oeste de Neuquén tendrá clics del fin de la veranada.

Los paisanos que en noviembre subieron sus ovejas, vacas y caballos a los valles altos y con pasto tierno de la cordillera bajan a lugares menos fríos para pasar el invierno. La transhumancia es un ejercicio que se practica dos veces al año en esta provincia y en tantos lugares del mundo desde hace siete mil años. 

Uno de los rosarinos que conocí en Villa Pehuenia se llama Carlos Rovetto. Durante su vida de ciudad tuvo un comercio pleno centro de Rosario. Hace tres años llegó al pueblo y hoy es dueño de un bar, Mandra, en el mínimo centro de Pehuenia. Vino con su mujer y dos hijas que hoy atienden el bar con sus respectivos novios. Una de ellas es Melina, la fotógrafa del pueblo y la novia del sevillano, un andaluz que parece cómodo en la Patagonia. Cuando tiene ganas y hay ambiente en el bar, toca la guitarra y canta flamenco con pasión gitana.

Un día, Carlos me contactó con los Puel, una familia mapuche. Es difícil acceder a conversar con miembros de la comunidad, así que llegué con él. Fue interesante hablar con Doña Angela, pero debo admitir que en el mejor momento de la conversación, entró Carlos en la sala y me dijo que teníamos que partir porque estaba muy apurado. En el auto le pregunté cuál era la urgencia y me la contó: «Tengo que ir a Paso del Arco porque ahí me esperan unos paisanos que me venderán unos corderos antes de bajar hacia Zapala, y se van esta tarde». Los paisanos a los que se refería Carlos eran los veraneadores. 

Posiblemente los mismos que me crucé en la ruta unos días más tarde. Arriaban extensos rebaños de ovejas por los campos patagónicos. A veces llevan hasta 500 chivos, que se ven como un manto blanco en medio del pasto amarillo. La nieve está por venir y las ovejas deben llegar antes a los campos bajos y áridos donde pasarán el invierno. (El post vence cuando el ganado esté abajo, de aquí al viernes) .

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