Los perfumes de la tierra

«¿Ya hablé del perfume del jazmín? Ya hablé del olor a mar. La tierra es perfumada. Y yo me perfumo para intensificar lo que soy. Por eso, no puedo usar perfumes que me contraríen. Perfumarse es una sabiduría instintiva. Y como todo arte exige algún conocimiento de sí misma. Uso un perfume cuyo nombre no digo: es mío, soy yo. Dos amigas ya me preguntaron el nombre, se los dije, lo compraron. Y me lo trajeron: simplemente no eran ellas. No digo el nombre también por secreto: es bueno perfumarse en secreto».

Clarice Lispector. Revelación de un mundo.

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De paso por mi modesto abismo personal

Ahora que los 33 mineros están arriba, sanos y salvos, puedo evocar con menos angustia mi modesta incursión al centro de la Tierra. A tan solo -aunque es mucho- 70 metros de profundidad, el diez por ciento de donde estuvieron atrapados estos hombres valientes.

Fue hace un año, en el sudoeste de Brasil. Estado de Mato Grosso do Sul. Cerca del Pantanal. La geografía es extraña en esa zona del planeta. Hay ríos de agua turquesa, como en el Caribe. Hay cascadas, serranías y buracos, en portugués agujeros, en medio de la Tierra. No uno, sino varios. Más de 500 hoyos y cavernas en la zona. Como si la hubieran bombardeado hace cientos, miles, millones de años.

Una de esas cavernas es tan profunda que se llama abismo: Abismo das Anhumas. Fue descubierta en 1974 y abierta a los visitantes hace 13 años. Para conocerla hay que descender hacia las profundidades en un rappel negativo, es decir sin apoyarse en ninguna pared. Abajo, además de penumbra y humedad hay un lago de agua cristalina donde se puede bucear o hacer snorkel, linterna en mano porque apenas se ve.

No sólo no era una mina, tampoco quedé atrapada. Peor: pagué para bajar y fue necesario firmar un deslinde de responsabilidad. Nada que ver con la historia de los mineros. De todas formas, quizás porque transcurre en un plano subterráneo, en estos días recordé mi abismo. En algún momento, antes de los 33, creí que era un abismote. Hoy, después de los 33, pienso que es un abismito.

Bajé una mañana de octubre a las 8. Estaba nublado y había una leve brisa. Veo la foto ahora. Tengo la cara pálida, mucho más que en el último invierno. Ingresamos -el fotógrafo y yo- al interior de la caverna por una hendidura de la roca. Con casco, guantes y llenos de arneses.

El descenso fue sencillo: al presionar una manija que es parte del equipo, la cuerda se mueve y uno avanza hacia abajo. A medida que me internaba en la caverna, la luz que entraba por la grieta se veía más lejana y era preciso acostumbrarse a la penumbra silenciosa de un hueco inmenso.

Fueron entre cinco y siete minutos. Me recomendaron que bajara rápido, que dejara las vistas de la caverna para la vuelta, donde sería necesario detenerse a descansar. Igual, es difícil pensar en las recomendaciones cuando uno está colgando, a 70 metros del suelo.

El regreso a la superficie es por el mismo lugar, no hay un ascensor oculto ni escaleras mecánicas. En la subida no se aprieta ninguna manija, toca hacer fuerza con los brazos y las piernas. El día anterior a la aventura hicimos un pequeño curso que fue necesario aprobar.

Recuerdo que por fin toqué fondo. Hice pie en un muelle y los técnicos me quitaron el arnés. Era libre, pero me temblaban las piernas y la superficie se veía lejos. Miré a mi alrededor, las paredes de piedra blancuzca, la laguna azul. La luz usaba la ruta del rappel, la única ruta, y llegaba hasta abajo como un resplandor. Dicen que en diciembre entra con mucha fuerza, como una columna brillante que le agrega misticismo a este interior surrealista.

Desde la cabecera del muelle se escuchaban voces en la otra punta. Con el casco en la cabeza caminé hacia donde no llegaba la luz. El otro lado del muelle se parecía una noche de luna nueva: al principio no se ve nada, después uno se acostumbra a la opacidad.

Finalmente, entré en el lago, más frío que el Pacífico en Viña del Mar, un día nublado. El traje de neoprene grueso ayudaba, pero no impedía la sensación de llevar una bolsa de hielo en las manos y en la cara.

El lago del Abismo Anhumas tiene 24.000 metros cúbicos de agua y pertenece al Acuífero Guaraní, una reserva subterránea de agua que comparten Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina.

Hacia abajo, el paisaje podría ser un cuadro de René Magritte, el surrealista provocador. Se veía un valle de conos sumergido en un fondo azul verdoso. Mudo. Sospechoso. Había un cono de 19 metros, con la fama de ser el más alto del mundo. Otros tenían puntas afiladas como la de un misil, y algunos eran bajos y chatos, como un bizcochuelo. Abajo mío había 60 metros más de profundidad helada.

Daban ganas de seguir más allá, por un corredor angosto y después a través de un túnel oscuro hasta cruzar el acantilado que se veía tras una grieta. Sin parar hasta el centro de la Tierra. Por momentos, era posible olvidar el agua fría y los 72 metros que habría que escalar al rato, cuando el paseo, que era bastante parecido a un sueño, hubiera terminado.

Esa vuelta turística por la penumbra subterránea fue lo más cerca que estuve de las -ahora tan mentadas- entrañas de la Tierra. Mi modesto abismo privado. Mi abismito.

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Nostalgias con sazón, por Cecilia González

Dice Seinfeld que los amigos que uno conoce después de una edad nunca serán tan amigos como los que se hacen de chico. En algún momento pensé que podía tener razón, pero después de encontrar algunos buenos amigos nuevos, ya lejos de la adolescencia, estoy convencida de que Seinfeld tuvo mala suerte o estaba equivocado.

Cecilia González es una de ellos. Corresponsal en Buenos Aires de la agencia mexicana de noticias Notimex, además de pasión por el periodismo y el cine, Cecilia siente pasión por la cocina. Y la comparte en sus cenas temáticas. Anoche, por ejemplo, comimos tajine de pollo con cous cous. Hace algunas semanas, chilaquiles de concurso.

Cuenta doña Flora Ríos Rojas, la mamá de Cecilia, que la niña por poco nace entre buñuelos bañados con miel de piloncillo y el humeante atole blanco. La parió un 17 de septiembre a las 10 de la mañana, unas horas después de haber levantado su puesto ambulante que cada año ponía en el Zócalo para vender durante el Grito de Independencia, el 15, y durante el desfile militar, el 16. Cecilia cree que se decidió a salir del vientre de Florita atraída por el irresistible olor a fritangas de los días patrios.

Su libro Nostalgias con sazón es un recetario de comida casera mexicana, el recetario de su propia madre para ser exacta. Pero es más que eso, incluye canciones, historias y algunas metáforas de sabiduría ancestral hechas con palabras. Como Del plato a la boca, a veces se cae la sopa, en referencia a que los planes nunca son del todo seguros, o Sólo las ollas saben los hervores de su caldo para aclarar que cada quien sabe sus propios secretos.

El libro tiene nopales, chile, jitomate, mole y corazón. Madre e hija, una en el Distrito Federal y la otra en Buenos Aires, elaboraron a distancia este libro de cocina que rescata la herencia de Florita, una mujer que cocina desde niña. Recuerda ella: «Eran como las seis de la tarde y estábamos todos los muchachos sin comer, porque mis madrinas se habían ido a un entierro. Andábamos jugando en el patio porque todavía éramos muy chamacos. Yo dije: ‘bueno voy a hacer la sopa’. Del guisado no me acuerdo qué hice, pero tuvo que ser algo fácil, como chicharrón. De la sopa sí me acuerdo mucho, porque yo ya había visto que primero la freían y como a mí me ponían a moler el jitomate en el metate con ajo, pues ya sabía eso, todo molido, se le echaba luego a la sopa. Lo que me dio duda fue la sal, pero dije: ‘yo la pruebo, total, si me sabe bien es que ya está’. He de haber tenido siete u ocho años».

Antojitos, tamales, tacos, tortas, sopas y chocolate, el trae tiene recetas posibles, comprobadas durante toda una vida por Flora, que vendía sus platos en la calle y en el mercado. Le pregunté a Cecilia con qué aconseja iniciarse en la gastronomía mexicana. Su respuesta fue simple: «Lo mejor son los tacos. Haces cualquier guiso y se lo echas a la tortilla y ya tienes tu taco. De las recetas del libro, me parece que lo más fácil es el arroz a la mexicana, el picadillo y las papas con rajas, sobre todo porque los ingredientes se encuentran en cualquier parte. Con eso ya haces una taquiza.»

Dijo taquiza y recordé la divertida canción de Chava Flores que, por supuesto, figura en el libro. Y se puede escuchar aquí. De postre, carcajadas.

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Al fin una de amor: la historia de Manuel y Cécile

Porque me gustan las historias de amor, escuché con atención la de Manuel y Cécile. Primero me la contaron otros. Más tarde, la supe por ellos.

Cuando una historia es buena anda sola, la lleva la gente o el viento, no sé, pero se propaga con velocidad de contagio. ¿Fuiste a la estancia del amor? me preguntaron en alguna parada de la Ruta 40.

Manuel P. es un gaucho duro, de más de cincuenta, con pocos dientes y muchos inviernos crudos en el pellejo. Es un hombre patagónico, peón de estancia, de mirada intensa, cazador de pumas. Dicen que era un hombre duro, capaz de sacar un cuchillo en una pelea. No podría afirmarlo. Lo vi usar el cuchillo, pero para cortar milanesas en la cocina de su casa… porque Cécile no cocina.

Cécile D. es una francesa de treintipico, con sonrisa de niña, independiente y muy viajera. Cuando tenía 23 se fue con una amiga a recorrer Mongolia a caballo. Es fotógrafa y en Francia se dedica a llevar grupos de fotógrafos a viajar por distintas partes del mundo, desde Mongolia hasta la Patagonia.

Así fue que llegó un día a esta estancia de Santa Cruz. Sin perder tiempo se fue a recorrer el campo, de 40.000 hectáreas, con Manuel P. A ver si merecía la pena traer a su grupo de europeos. Dicho por él, ella lo buscó. La cosa fue rápida. A los cuatro días estaban juntos y al año siguiente había nacido Laure, una nena preciosa, salvaje, patagónica que hoy tiene cuatro años. Un detalle: ella le dice Laure y él la Laura.

¿Que cómo siguió la relación? Manuel no se fue a París -exagero porque ella no vive a la vuelta de la Torre Eiffel, sino en un pueblo que se llama Sommiers, sí, como los colchones- y Cécile no se vino del todo a la Patagonia áspera, como me gusta llamar a esta zona.

Ella regresó a Francia con Laure y trabaja allá entre siete y ocho meses. El resto del año, durante el verano, viene a la Patagonia y vive con Manuel. Los meses que se queda en el campo, ella recibe grupos de fotógrafos o escribe. El año pasado se dedicó a escribir un libro sobre técnicas y ejemplos y composición fotográfica.

Me contaron su historia al principio a regañadientes. Después se relajaron y la conversación fluía entre mates y bizcochos en una cocina pintada de celeste. Yo anotaba en mi libreta y miraba bastante para abajo porque todos teníamos algo de pudor, de preguntar y de contar. Ellos se acostumbraron a que mirara hacia abajo, pero en un momento -juro que fue sin querer- levanté la cabeza y justo se estaban haciendo una carita que, traducida, decía algo así: cuando te agarre…preparáte.

Fue un segundo, pero alcanzó para ver que la historia de Cécile y Manuel estaba viva.

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La conciencia y el paisaje

«A veces, cuando avanzas en silencio por paisajes tan desolados, pierdes la cohesión como ser humano y te sobreviene la alucinación de que te vas disgregando progresivamente. El espacio que te rodea es tan vasto que es difícil mantener el sentido de la proporción con respecto a la propia existencia. ¿Me comprende usted? Mi conciencia se iba dilatando junto con el paisaje y acababa por ser tan difusa que no podía mantenerme aferrado a mi cuerpo. Ésta fue la sensación que experimenté en medio de las estepas de Mongolia. «¡Qué inmensidad!», pensaba. Más que la estepa parecía el mar. El sol ascendía por la línea del horizonte del oeste. Ante mis ojos, esto era lo único que cambiaba. Y hacia este desplazamiento del sol yo sentía algo que cabía definir como un enorme amor cósmico.»

Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Haruki Murakami.

(En la estepa patagónica, esta apreciación del teniente Mamiya al Sr. Okada se siente cercana a pesar de que Mongolia quede tan lejos.)

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La Patagonia intensa

En este número de la Revista Lugares escribí sobre el oeste de Santa Cruz, sobre la Patagonia áspera, zona de estepas profundas, vacías, solitarias y ventosas cerca de la cordillera.

Un viaje por la Ruta 40, con paradas en estancias y una vuelta por el Parque Nacional Perito Moreno, uno de los menos visitados del país. Un viaje por lugares que parece los más indicado del mundo para decir que están en el medio de la nada.

Las fotos de Xavier Martin muestran la intensidad de esta Patagonia y dan ganas de poner un par de cosas en el auto y salir de viaje ya.

En el mismo número, notas sobre Pampa Linda, un valle dentro del Parque Nacional Nahuel Huapi y a 77 kilómetros de Bariloche, ideal para unos días de trekking. También, la Comarca Andina: El Bolsón, Lago Puelo, Epuyén y Cholila, entre frutas finas, hongos silvestres y lagos azules.

Finalmente, Chubut junto al mar: desde Comodoro Rivadavia hasta Puerto Pirámides, con historias, paisajes, dos museos nuevos y las ballenas ahí nomás. Un número para planificar en un verano al Sur.

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Los gendarmes perdidos

Otra cortita de Ángel, el chofer patagónico. La escuché también de noche, en viaje por una ruta de ripio, mientras las liebres encandiladas por la luz de la camioneta cruzaban desesperadas a uno y otro lado del camino. La mayoría se salvó la vida, algunas, las más pequeñas, no.

Quizás porque me ve angustiada por las liebres, Ángel me pregunta si conozco la historia de los gendarmes. Le respondo que no y empieza el cuento. Dice que en una ruta del sur de Santa Cruz hay unos gendarmes que una vez, hace muchos años, ponéle treinta, salieron a recorrer y se perdieron en la estepa. Nunca regresaron al sitio donde estaban destinados.

Desde esa época están perdidos y hacen dedo en las rutas de la provincia. Lo escuchaba atenta, mientras pensaba ya llega el remate. Pero no. Ya era de noche, una noche sin luna.

Así como hoy estaba la noche, oscura, muy oscura, yo manejaba y veo que adelante hay dos gendarmes haciendo dedo, dice Ángel. Paró. Se subieron atrás, y hablaban entre ellos. Eran jóvenes, tenían la edad de cuando se perdieron. Ángel iba concentrado en la ruta y no conversaba con ellos. En un momento, se dio vuelta para pedirles que le indicaran dónde se bajaban. Y qué creen. Los gendarmes no estaban. Habían desaparecido. O se habían vuelto a perder.

– Ángel, ¿no lo soñaste?
– Te lo juro que los llevé en la camioneta, dice. Y lo jura con el índice, dibujando una cruz sobre sus labios.

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La mamá de Ángel

Ángel C. fue mi chofer patagónico. Parco, atento, alrededor de 60 años; gorra de beisbolista, fanático de las piedras de Santa Cruz, al punto de cargarse un baúl de ellas para hacer futuras decoraciones.

Hubo una jornada muy larga. Era medianoche y todavía andábamos por caminos de ripio. El fotógrafo iba dormido en el asiento de atrás. Después de varios días, quizás abrigado por el clima de intimidad y la noche oscura, por primera, vez Ángel me contó una historia. Esta historia.

Su madre, chilena de origen, llegó de pequeña a la patagonia argentina, tendría unos quince años. Hizo toda su vida allí, le tocó una vida dura, se quedó viuda de joven y nunca volvió a estar con otro hombre. Después de 50 años sin regresar a su país, la madre de Ángel un día volvío a Chile.

En el barco que la llevaba a Chiloé se puso a conversar con una mujer toda elegante, vestida con pieles, sombrero y botas altas. Las señoras se contaron sus vidas. La mujer elegante era una chilena que vivía hacía 50 años en Suiza. Palabra va, coincidencia viene, que cómo es su apellido, no me diga, el mío también. Resultó que las mujeres ¡eran hermanas! Sí, de película. Después de abrazarse y llorar y todo eso, la suiza la invitó a visitarla alguna vez en el país del chocolate y los bancos.
A la madre de Ángel no le gustaba dejar su casa más de dos o tres horas, pero le prometió que iría. Pasaron los años y un día, a los ochenta y pocos, se levantó entusiasmada y decidió que viajaría a Suiza.

Entonces, Ángel la llevó a sacarse el pasaporte por primera vez. Hicieron la fila larguísima y completaron el formulario; la señora se sacó la foto y llegó, finalmente, a la instancia de las huellas digitales (a esto Ángel le llamó tocar el pianito). Le pintaron los diez dedos de negro y cuando los estampó en el papel, la funcionaria levantó la vista y la miró a la señora y después a Ángel. No dijo nada, lo volvieron a pasar, una vez más y otra.

– Cinco veces le hicieron tocar el pianito y no se lo dieron, me dijo su hijo angustiado, sin soltar el volante, con la mirada fija en el ripio.
– ¿Por qué, Ángel, qué pasó?, le pregunté.
– Se le habían borrado las huellas digitales.

(Lo sé, este post debería venir con pañuelos descartables. Como los que hay en consultorios de psicólogos que la mamá de Angel nunca visitó. Aquí tienen, pues.)

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Va mi corazón en esta botella

Bottle from Kirsten Lepore on Vimeo.

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Auténticas salteñas en La Criollita

El bolichito está en el centro, a pocas cuadras de la Plaza Güemes. La entrada y el interior simples no impidieron que hace algunos años lo recomendaran en el New York Times.

Lo comanda Gloria Rodríguez, que guarda la nota del diario, prolijamente doblada, en un folio. Ella ya no está en la cocina pero tiene bien claro sus secretos: en 1986 salió Campeona de la Empanada en el concurso que cada año organiza la provincia.

La Criollita existe hace 30 años. Todos los días preparan alrededor de mil empanadas, y venden la mayoría. Gloria no sabía el dato, lo vimos juntas sumando pedidos y más pedidos. Después pasé a la cocina y vi al trío que hace con cariño el recado o relleno de las empanadas.

No son robots, son dos mujeres grandes y un chico joven que mueven las manos rápido. Como pianistas de la empanada. Ellas preparan los intredientes: él maneja el cuchillo. La carne, por supuesto, qué pregunta, se corta a cuchillo.

El recado también lleva cebolla y papa, y grasa de pella, el primer jugo bovino. Pero no tienen que revolverlo durante horas. El marido de Gloria inventó una máquina que hace el recado. Los condimentos de la mezcla: ají, pimentón y comino, en proporciones confidenciales como la fórmula de la Coca Cola. El repulgue, una trenza divina hecha por las manos de doña Francisca.

Lo sé: coordenadas exactas, eso quieren. Zuviría 306, Salta.

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