Viernes de quincena en el DF

Hoy es viernes de quincena en el DF: tráfico de locos, asaltos y noche de fiesta y tequila.

El tema Viernes de quincena está en el disco La reina de la anarcumbia de Amanditita, aparecido en 2008. En el mismo CD de la cantautora urbana de cumbia se pueden escuchar los hits La Mata Viejitas, inspirado en el caso de la enfermera que le robaba a las abuelitas sus mensualidades y luego las asesinaba.

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El show de los pasteles

La Ideal es una pastelería tradicional del centro de la Ciudad de México.

Como me dice Luz Jacomé, fanática de los pasteles, «una de las de siempre, pues». Hay otras, quizás hasta mejores, pero la Ideal es un clásico. Queda en la Av. 16 de septiembre N°18, cerca del Zócalo.

En el primer piso se podría armar un Museo del Pastel. Se exponen más de trescientos modelos de tortas de boda, quince años, graduaciones, cumpleaños, primera comunión y el motivo de festejo que sea. Con varios pisos, columnas, ¡fuentes! rosas de azúcar, muñecas, corazones de brillantina, moños, el Santo, Barney, Mickey. En general son pomposas, como un vestido de quince años de los de antes.

Una aclaración: en la pastelería Ideal y en todas las pastelerías de México venden pasteles, no tortas. Aquí, una torta es un sándwich.

Rosa Ávila recibe a los clientes de pasteles. Ha visto cómo cambian los modelos a través del tiempo. Los colores, valga la redundancia, siempre son pasteles.

Y Lizbeth Díaz, la supervisora de ventas, me cuenta que a pesar de la crisis, los pasteles se siguen vendiendo. La gente no deja de casarse ni de graduarse. Y algunos hasta pagan los mil dólares que cuesta la de siete pisos y 110 kilos, rellena de fruta y nuez.

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La lista de Thomas

calendarioaztecaEstán las personas que se van de viaje y no traen nada para nadie. Están también las que eligen con dedicación el recuerdo justo para tal o cual amigo y las que compran algo de apuro en el Free Shop. Y están las personas que cumplen con una lista de souvenirs pautada con anticipación. Este último fue el caso de Thomas Klesper.

Cuatro días después de conocerlo, acompañé a Thomas a La Ciudadela, un mercado en pleno DF donde es posible encontrar las artesanías más representativas del país. Antes de ir, me imaginé que tardaríamos mucho tiempo, varias horas pensando qué podría regalarle a su sobrina y qué a su cuñado. Pero enseguida, Thomas me contó que traía una lista con los regalos para parientes y amigos. Ordenada y sintética, sin margen para errores, ésta es la lista de Thomas:

Mamá: figuritas de paja tipo navidad, de ésas que se cuelgan en el arbolito.

Bruna (abuela): colgante de plata con el calendario azteca (decía maya pero los vendedores entienden).

Alicia (tía): amates, las típicas pinturas sobre corteza.

Sofi (sobrina): blusita blanca con bordados de colores (oaxaqueña o de Chiapas, eso no lo decía pero después se enteró que son las más lindas).

Gabi y Guille. dos candelabros y un cenicero haciendo juego.

Para las amigas de la reunión de los miércoles, una cajita laqueada y tallada, tipo alhajero, un amate y una botella de tequila Corralejo (una para cada una, se entiende).

Agregado de último momento: caramelos de tamarindo para Guille (esto no figuraba en la lista, fue un dato telefónico).

Hace un rato, le escribí a mi nuevo amigo Thomas para contarle que había subido el post. Después de leerlo, me dijo el remate que me faltó: «Te confieso algo: ¡para mí no me compré nada!» El colmo del souvenir.

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Migrantes, sueños y ausencia

Desde que llegué a México me cruzo con gente que cruzó. No es la primera vez, me pasó lo mismo hace dos años. En ciertos círculos, alejados de La Condesa y Las Lomas, cruzar no es cruzar la calle, sino aventurarse al otro lado de la frontera. En general, los que me contaron su viaje fueron hombres, que  después de varios años en Estados Unidos tuvieron que volver por algún asunto de familia.

Jesús, un sereno o velador como le dicen por aquí, pasó por Tijuana y me aseguró que vio al coyote, el que muerde. Antes de empezar el viaje, los coyotes que hablan le dieron agua y una bolsa de pan Bimbo. El tenía tanto miedo de que se le terminara a medio camino, que cuando llegó a San Diego todavía le quedaban dos rebanadas. Volvió hace un año para velar a su madre. Allá dejó una novia puertorriqueña «muy bonita», pero no volverá a buscarla.

Carlos, un taxista que aceptó llevarme sólo si lo guiaba en el recorrido -algo impensable en Argentina y bastante común en el DF- cruzó «mojado». Vivió en Chicago tres años y regresó porque en México estaban su mujer y sus hijos, los que se quedan.

Los que se quedan  es el nombre del documental de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman, premiado recientemente como Mejor Documental en el Festival de Cine de Los Angeles y también en el de Madrid. La película cuenta la vida de once personajes que viven en distintos estados mexicanos, de Yucatán a Jalisco, y muestra la ausencia que dejan los migrantes cuando se van. Una realidad tan mexicana como la tortilla de máiz.

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El vendedor de globos de Querétaro

Se llama Fernando. Lleva alrededor de 200 globos y pelotas. Los vende entre 2 y 5 dólares en el Jardín de Querétaro. El sábado de vacaciones «por la tarde» es su mejor día.

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Huevos: estrellados, rancheros y ¡divorciados!

El desayuno de los mexicanos es intenso. No todos los días puedo con él, pero cada tanto, cuando me levanto con hambre, pido unos huevos. Cómo los quiere, pregunta el camarero. Y ahí ahí me topo con la primera elección del día y con un signo de patriotismo gastronómico:

Los huevos a la mexicana son revuelvos y llevan jitomate (tomate), cebolla, chile verde, frijoles y se sirven con tortilla. Los colores forman, como me dice un mexicano orgulloso, la bandera del país, ¿no la ve?

Los rancheros son huevos estrellados o fritos con cebollita, chile y salsa picante.  También se sirven con frijoles refritos y tortilla.

Pero mis preferidos son los huevos divorciados: se fríen y se colocan uno en cada punta del plato, bien alejados y separdos por un muro de frijoles o chilaquiles. Arriba, cada uno lleva un sombrero distinto, salsa verde para el de la izquierda y roja para el de la derecha.

Viniendo de una ciudad donde el desayuno más típico es un café con leche con medialunas necesité una dosis de valor para comerme antes de las diez de la mañana un plato como el de la foto. Quien no se anime a las salsas tan temprano, que pida unos huevos al gusto, en criollo: huevos fritos. Para más de un mexicano, huevos tontos.

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La vuelta de Gloria Trevi

El otro día caminaba por la Condesa con la última edición de la Gatopardo en la mano. Entré a un negocio y la apoyé en el mostrador. En la tapa está la Trevi, que hace poco volvió al ruedo con el éxito Cinco minutos, de su disco Una rosa blu.

Entonces, se armó una conversación entre los dos empleados del local. Fue más o menos así:

– Es ella, ¡mira!

– No, pues, no es.

– Sí, ahí lo dice, en la portada, ¿no lees su nombre?

– Pero es que no parece ella. Se ve decente.

(En el artículo, se extrañan paisajes del lado oscuro de su vida.)

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Our casa is your casa

Él es un gringo viejo. Lleva sombrero de explorador, bermudas cargo y una bolsa de compras parecida a la que usan las señoras de barrio, sólo que ésta tiene la cara de Frida Kalho bordada con lentejuelas brillantes.

El gringo está en la terminal de ómnibus de San Miguel de Allende, a los arrumacos con una mexicana también vieja, ojos de obsidiana, sobredosis de rimmel y Nike Air.

Se toman fotos, ella le tira besos carnosos mientras posa sexy y él la mira como enamorado.

My love, vete. Tienes que ir a la escuela. Vamos, go.

I have time. Primerou pasou por casa y dehou la coumpra. Get the útiles y luegou voy al school.

Que sí, que no, algunos besos más de despedida y un fervor adolescente. Resulta curiosa la escena entre dos adultos que rondan los sesenta años.  Pero en San Miguel de Allende, una ciudad colonial, romántica, Patrimonio Cultural de la Humanidad, no lo es tanto.

El pueblito, muy conservado, con seguridad y precios altos, se ha convertido en un destino preferido por estadounidenses retirados que vienen en busca de calor y color. Una señora con la cabeza llena de canas y una blusa made in Oaxaca cruza la calle adoquinada con su french puddle recién bañado, un hombre con sombrero mexicano y cuerpo texano pinta retratos a la salida de la Parroquia de San Miguel Arcángel y una mujer riega sus helechos en una ventana colonial.

Cada dos cuadras se promocionan clases de español. Hay bares de jazz, hoteles boutique, galerías de arte con precios en dólares y por lo menos un restaurante con el tradicional proverbio mexicano del que ya se habló en Viajes Libres, «tu casa es mi casa» pero en inglés: Our casa is your casa.

El ómnibus se va y el gringo viejo saluda a su mexicana a lo lejos. Después de la partida, se va cabizbajo, con la bolsa de los mandados. A dejar la compra y luego a la escuela. En la tarde, seguro que hace un after school en el bar, con una chela helada y otros gringos viejos.

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Mitad de año en el DF, clics urbanos

 

 

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El pozole y el pozolero: patria y narco

Me contaron la historia del pozolero justo antes de comer pozole. No fue una buena idea, apenas pude terminar mi plato.

El pozole es un plato típico mexicano que se prepara con recetas que nacieron en distintos estados. Hay pozole de Nayarit, Guerrero, Jalisco, Oaxaca, Colima. Si bien se puede comer todo el año, es un clásico para el día de la Independencia, el 15 de septiembre.

El que probé ayer era estilo Guerrero. Fue en un restaurante en la colonia Algarín, cerca de la Doctores, una zona para andar con cuidado por las noches, pero según muchos chilangos ahí se encuentra el mejor pozole. Hay varios restaurantes, uno al lado del otro.

Mis amigos entraron en Los Tolucos, un lugar de su confianza. Después, conversando con Paula Loza, la propietaria, me enteré que fue el primero de la zona, hace 38 años. Lo abrió su padre, que era de Toluca, y lo continúan cinco hermanos.

A eso de las tres de la tarde, cuando los mexicanos almuerzan, Los Tolucos se llena, las cuatro cacerolas enormes hierven como locas, los camareros van y vienen con cuencos de arcilla cargados, suenan rancheras en vivo y la Señora de Guadalupe controla la escena desde el fondo del local.

El pozole puede ser blanco, verde o rojo. Para el primero se usa el maíz pozolero y para el segundo, el pipeán, la pepita de la calabaza, que le da color y sabor. El rojo lleva una salsa de chile huajillo o piquín. Esa es la base del pozole, después se agrega la carne de pollo o puerco. Hay quienes piden el surtido, que incluye trompa, oreja, cachete, cuero y codillo de cerdo. A esto se le suma una orden de queso, aguacate, cebolla, chicharrones, rabanito. Todo se va agregando al caldo, cada vez más espeso. Para condimentarlo, orégano, limón y el picante, que van de la cosquilla al infierno habanero.

Comer un pozole lleva un rato, y quizás un poco más si uno sabe la historia del pozolero. Un pozolero es el que cocina durante más de diez horas el pozole. Pero Santiago Meza López, «el pozolero» era un cocinero particular. Durante nueve años se dedicó a disolver con ácido los cuerpos que ejecutaba el cártel de los Arellano Félix, en Tijuana. Según las noticias, fueron más de 300 cuerpos.

Declaró el pozolero que había aprendido a hacer pozole con pierna de res. Ese conocimiento previo le sirvió para desarrollar su idea: llenaba un tambo con 200 litros de agua, le agregaba soda cáustica y lo ponía a hervir. Luego colocaba los restos humanos y los cocinaba durante unas ocho horas. Se disolvía todo, menos los dientes y las uñas, que eran enterrados en una fosa.

Traté de no pensar en el pozolero mientras comía mi pozole, pero fue casi imposible. En México, patria y narco están cada vez más unidos.

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